“Yo nací para eso
nací para robar rosas 
de las avenidas de la muerte.”

C. Bukowski 

 

Si existe alguien sobre esta tierra que puede decir –sin decir– algo acerca del deseo, ese es Pedro Almodóvar. No por nada su productora lleva ese nombre: El deseo (¡produce con el deseo!).

Almodóvar es capaz de crear en imágenes y sonidos ese momento mítico del despertar del deseo, es capaz de articular lo inarticulable y de nombrar lo innombrable: el primer deseo, el nacimiento del deseo.

Aquello que para el sujeto es un punto estrictamente enigmático, para este director de cine pareciera no serlo. No porque Almodóvar se encuentre en una dimensión superior o no sea un sujeto, sino porque sabe (posiblemente sin saber) y tiene la potencia de mostrar ese algo que produce deseo. Eso no se le escapa, redobla la apuesta y nos lo revela –o desvela–: es acá, acá empezó todo, este es el origen del deseo.

Salvador (Antonio Banderas, en una actuación excepcional) le recuerda a su madre que ella le decía: “¿A quién habrá salido este niño?”, y agrega con su fantasma: “y no era precisamente con orgullo que lo decías”. Hete aquí la huella de la demanda y el sitio de referencia para la localización del deseo.

Una madre, un niño y una escena mítica: Almodóvar tiene todo lo que quieren las guachas.

Y a su vez, desafía al lenguaje y todo lo que éste vela, es decir, la sexualidad y la muerte.

Si nos mantiene durante toda la película al borde de romper llanto, o rompiendo en llanto, es por eso, porque nos arrastra de las narices a chocarnos una y otra vez con la figura enigmática del significante que falta, el agujero.

A través de un rodaje sublime, lleva al espectador por el sendero sinuoso del abatimiento ante la vida y el ardor –expresado de mil formas y dolencias– del deseo. Nos lleva en un llanto silencioso que nos hace creer que podríamos nombrar uno a uno todos los dolores de existir, que nos hace creer que podríamos agarrar eso que falta y nombrarlo: ¡es esto!, sentimos que podríamos gritar desde la butaca del cine. Pero no, en cuanto parece que lo pescamos, se nos escapó.

Por esta razón, muchas personas salieron del cine llorando, pero no por un efecto perturbardor (como tan bien sabe inocular Pedro con eso a sus espectadores). No, esta vez no es perturbador, es una señal, una angustia señal, diría Freud. ¿Señal de qué?, bueno, pues del deseo.

Y de pronto nos da una bocanada de aire y nos hace reír, pero reír desde la amargura y a través de personajes que desean tanto vivir, así como desean tanto morir.

Una madre pobre cantando mientras lava la ropa en un lago con otras mujeres, un padre aplastado por la miseria y la tristeza, un joven albañil que aprende a escribir y desconoce su talento como pintor, el erotismo a través de la mirada de un niño, el amor lacerante y el desconsuelo de lo que no fue, las drogas, un cuerpo que sufre y se ahoga de dolor, viejos rencores y viejas pasiones; y transversalmente el deseo de rodar, en todas sus acepciones. El dolor y la gloria: la vida y la muerte, las tumbas de la gloria.

Pareciera que con esta película, Almodóvar selló el fundamento de su propio deseo y en 108 minutos nos enseñó eso que venimos intentando aprender, y sobre todo aprehender, los psicoanalistas desde hace mucho tiempo.

* Psicoanalista.