Propongamos una clasificación sencilla de los hechos. Hechos livianos o hechos sustanciosos.  Los primeros integran una arquitectura imprescindible del mundo, pero se despliegan fugazmente y carecen de densidad interpretativa. Los segundos, o bien se instalan con la gravitación de lo arraigado o siendo en apariencia irrelevantes insinúan un mensaje cifrado de su época.

Veamos un ejemplo. Días atrás un grupo de jóvenes aprovechan una visita del Presidente Macri a Suiza y, simulando saludarlo, finalmente se burlan y le enrostran la adversidad de algunas consignas. Adherentes al kirchnerismo, viralizan satisfechos el video cual trofeo nacional y popular en combate contra un gobierno indiscutiblemente muy malo. Enorme repercusión del episodio y debate generalizado. Picardía anecdótica de una patrulla perdida, pequeña épica justiciera o síntoma frondoso de un inquietante temperamento de muchos?

Es obvio, los acontecimientos son relacionales y forman una cadena de sentido solo discernible bajo la cobertura de un espacio-tiempo específico. Y el terreno histórico del que hablamos no es otro que el despuntar de una campaña electoral; momento clave en el cual los argentinos decidiremos nuestro destino por los próximos cuatro años. La circunstancia es en un punto angustiante, puesto que es fácil advertir que la continuidad de la gestión de Cambiemos significará para nuestro pueblo la perpetuación y consolidación de un futuro oprobioso. Se trata por tanto de obtener claridad suprema y compartida sobre que virtudes de la oposición potenciar y cuales extravíos rehuir.

En este sentido, el inicio de la frase crucial de una contienda requiere abordar una caracterización adecuada del adversario. Sobre este punto, es indudable que desde sus albores ha primado en el espacio nacional y popular una inclinación a pensar al macrismo como una suerte de desacople pasajero de la historia. Fisura enojosa pero volátil de la racionalidad colectiva ocasionada por una combinación de desajustes tácticos del vencido y presiones discursivas distorsionantes de la recta conciencia ciudadana. Inadecuados candidatos (Daniel Scioli, Aníbal Fernández), punzantes talentos para el engaño conducidos por un experto en campañas y complicidad de un formidable andamiaje mediático habrían sido la perfecta articulación responsable del ingreso de un gobierno de derecha por la vía del voto popular.

Cierta lógica historicista mal aplicada llevó a considerar al proyecto de Cambiemos como mera reaparición de experiencias tan ingratas como ya conocidas (la Revolución Libertadora, el menemismo o la Alianza conducida por Fernando De la Rúa) quitando al análisis minucioso lo que este debe tener de componente más auspicioso, que no es otro que el de capturar el rasgo singular de los instantes más confusos de la historia.

Estas precariedades interpretativas desembocaron en los pantanos de la subestimación, disposición de ánimo complicada para la política, pues al suponer que el contrincante se aposenta en basamentos efímeros o desajustes sociales sin espesura queda inadvertido cuando de lo que hace o deja de hacer conecta con corrientes culturales y económicas que marcan duraderamente el pulso firme de una época.

En estos años, han abundado en la oposición profecías que se empecinaron en señalar en el macrismo una tendencia incita hacia su implosión, producto de una sumatoria de redes políticas deficientemente urdidas, equipos de gobierno entre insensibles e incompetentes y voracidad por negocios ilícitos mal disimulados. Esos aspectos son sin dudas atendibles, pero a condición de admitir simultáneamente la presencia de un conjunto de astucias y capacidades que sintonizan con datos influyentes que estructuran la Argentina contemporánea.

Detectemos solo algunos. En primer lugar, un creciente impulso civilizatorio hacia la individuación, que tiene en las tecnologías de la comunicación o en el mercado de trabajo un jalón entre perturbador o irreversible. En segundo término, un contexto geopolítico ominoso, con un renovado interés imperial de los Estados Unidos hacia América Latina, el reflujo de los gobiernos progresistas en el continente (con el éxito de Bolsonaro como emblema especialmente chocante) y el peso agobiante del capitalismo financiero global (ahora auxiliado por el control absoluto de nuestra economía por parte del Fondo Monetario Internacional). Y en tercer lugar, un hastío de un sector importante de la sociedad respecto de las gestiones del kirchnerismo y sus núcleos valorativos, lo que implica que en términos de la evaluación social mayoritaria los desempeños económicos convivan con cuestiones que se vinculan con la seguridad o la transparencia de la cosa pública.

Ese conjunto de caracteres hoy nutre el sistema de adhesiones al macrismo, y dan como resultado que su egoísmo competitivo recoja asentimientos, que todo el Occidente capitalista lo apuntale como antídoto contra el denostado populismo y que se mantenga electoralmente competitivo luego de exhibir indicadores económicos francamente desastrosos. Estas habilidades y potencias las palpamos en estos últimos días, pues luego de atravesar un estado de zozobra que llevó a especular sobre la candidatura alternativa de María Eugenia Vidal, hoy la lucha electoral vuelve a mostrarse indefinida gracias a la estabilización del tipo de cambio (vía el auxilio entre irrestricto e inédito del FMI), y el incremento del capital simbólico del gobierno (mediante el acierto de la candidatura de Miguel Pichetto y el anuncio de acuerdos comerciales entre el Mercosur y la Unión Europea).

Por cierto, y ya fue dicho, la emergencia del macrismo no puede entenderse sin ponderar correctamente las defecciones y errores del kirchnerismo. Un proyecto que sin dudas introdujo transformaciones muy positivas para el país, pero que en sus largos doce años y medio de gestión brindó flancos que finalmente lo condenaron a la derrota. Durante estos últimos tiempos muchos hemos reclamado autocritica, lo que equivocadamente se asociaba con la claudicación o la autoflagelación paralizante. Pues bien, ese debate concluyó terminantemente, y eso por obra de la propia Cristina Fernández de Kirchner; quien promovió como candidato a Presidente a quien durante largos años lanzó reprobaciones bastante más despiadadas  que las que alguna vez se escucharon en esta tribuna.

Postulación a todas luces inteligente, pues por un lado refleja lo empinado que se considera la compulsa electoral y por el otro abre las compuertas para reconstruir un tejido de alianzas refractarias a encolumnarse de manera entusiasta bajo el liderazgo de la exmandataria. Por lo demás, la supuesta moderación del ahora precandidato solo puede llamarse así bajo la advertencia de dos datos que devendrán centrales para el gobierno de otro signo que esperamos que asuma el próximo 10 de diciembre.

Por una parte, una suma de restricciones geopolíticas y macroeconómicas que impiden aventurar drásticas osadías programáticas, y por la otra la sensata aceptación de que el antagonismo excesivo entre dos formas de ver la Argentina torna ingobernable cualquier proyecto de desarrollo soberano con inclusión social. En todo caso, el desafío de la fórmula del Frente de Todos es garantizar que esas sensateces no degeneren en un híbrido que de tan timorato se diluya como opción atractiva y convincente de recambio.

Se trata entonces de una campaña electoral. Que en parte ya no son como las de antes. Quienes hemos sido candidatos o participado en ellas sabemos que hay un nivel que remite a la centralización de recursos y consignas, y otro que opera descentralizadamente y más aún ahora con la proliferación de las redes y la expansión impresionante de sus contenidos. Allí juegan un rol vital los militantes, su creatividad, su esfuerzo y su sentido común, más aún en contexto de puja cerrada y con final incierto.

Toda campaña, sabemos, incluye cuatro dimensiones. Materialidades (los hechos que han ocurrido durante un gobierno), emociones (la carga simbólica y libidinal con la cual juzgamos esos hechos), perspectivas (que es lo que creemos que puede ocurrir a partir de tales hechos) y argumentos (como convencemos al otro en base a los alcances de esas tres primeras dimensiones).

Esa fase argumentativa es ahora primordial, pues supone el contacto micro pero fundamental entre el portador enfático de una certeza y el receptor desconfiado de un mensaje que no termina de capturarlo. Y volviendo al video mencionado al principio, ese espacio dialógico y persuasivo exige no burlarse, no agredir, no enfadarse, no subestimar. No repetir el error del 2015, de imaginar como imposible la victoria de las ofertas del macrismo. Es la hora de la paciencia, de admitir que en democracia convivimos con conciencias ambiguas, cavilantes, con información y compromisos ideológicos desparejos. Que nuestras verdades no son impecables y se enriquecen con las disconformidades pertinentes del otro.

Catalogar a Cambiemos no como una simple perturbación de alguna moral infalible de la historia sino como representación  de un cúmulo tan indeseable como esencial de rasgos de una época, implica ser menos severos con sus votantes y más atentos con sus decepcionados.

Si se aspira al triunfo el 27 de octubre es el momento de buscar al discrepante, al dubitativo, al distinto. Pero no para enrostrarle sus torpezas o denigrar sus confusiones, sino para sugerirle con ubicuidad y perspicacia cuan nefasto sería para la Argentina una nueva presidencia de Mauricio Macri.