Es imposible fotografiar el pasado. A menos que se use un telescopio ultra potente, que sea capaz de captar la luz venida desde años luz de distancia, es imposible fotografiar el pasado. Una foto sólo puede registrar lo que está aquí, ahora, en este instante, ante el clic de la cámara. "El instante decisivo", lo bautizó un fotógrafo francés.

Pero es en la ficción de esa posibilidad que desafía los hechos donde se basan, o parecen basarse, las fotos que expone Alejandro Lamas en el  Centro Cultural Cine Lumière (Vélez Sarsfield 1027). La muestra se titula "Fantasmas de película. En papel" y su inauguración el sábado pasado marcó la celebración del vigésimo sexto cumpleaños del cine cerrado en 1992 y renacido al año siguiente como institución municipal.

Lumière, en francés, quiere decir luz. En 1895, los hermanos Lumière inventaron el cine. Como cine de barrio, el Lumière nació en 1959. Se conserva con su arquitectura y mobiliario casi intactos. ¿Lo habitan acaso fantasmas, como al Roxy de la canción de Serrat? ¿Quiénes son los que animan el cine Lumière? Una placa bien lustrada y reluciente, en el muro junto a la puerta de ingreso a la sala cinematográfica, invoca a dos de ellos con estas palabras, grabadas en el bronce: "Silencio… en esta sala están proyectando Modesto Bou, Manuel Rey".

Estas viejas fotos nunca fueron nuevas, nunca fueron fotos del presente. Nacieron así, luz de estrellas muertas.

Lamas, en gallego, quiere decir huella. Este significado de su apellido le parece literalmente revelador a Lamas. "Una foto es una huella", dice y señala los ectoplasmas amarillos que se manifiestan en su foto de Rey proyectando películas en su cine, el que puso con Bou en estas salas, anexas a la Sociedad Obrera de Socorros Mutuos del barrio Industrial; y que deben tener espectros anteriores ya que antes habían sido sala de teatro y salón de baile.

El fantasma del cine Lumière es el título de esa foto, que inspira el de la muestra, y está fechada (firmada además, y titulada, con lápiz en el ángulo inferior izquierdo) en 1987. "Fotografías tomadas con película blanco y negro y copiadas en papel baritado en laboratorio fotográfico por procedimientos químicos", anuncia Lamas. Explica que no son ni más ni menos que fotos, o lo que se conocía como fotos, y detalla el procedimiento. En el laboratorio, el papel sensible donde se ha copiado el negativo expuesto pasaba por tres baños químicos. En el último baño de la foto del proyectorista, algo falló. Pasó que las sales de plata no fueron lavadas por completo y dejaron un residuo, un sedimento invisible al principio pero que al cabo de diez años de exposición a la luz empezó a aflorar en la superficie del papel como una extraña sombra dorada, una rara memoria específica de la materia.

De la arquitectura reconocible del cine hay sólo tres fotos, de 1984, que sumadas a la de 1987 hacen una selección del encargo que le hizo a Lamas la revista Risario, el alma de cuyo director inolvidable, David Leiva, quizás esté también ahora presente, riendo, siguiendo su propio consejo que servía de lema a la revista: "Ríase. Ser rosarino es un chiste del destino". Algunas de esas fotos formaron parte de un corto documental sobre el cine Lumière, Función en continuado, que con dirección de Mario de Santis, Ana Idigoras, Guillermo Turín y Silvana Schulze se estrenó hace 5 años en esta misma sala de cine.

Sebastián Joel Vargas
Lamas ha fotografiado sombras y anacronismos.

Mientras felicitan al artista, esperan que empiece la película, mastican pochocho gratis municipal o pican quesitos y beben sorbitos de gin, los convidados se zambullen en sus propios recuerdos. Lucen como esa foto: heridos por el tiempo. "El Lumière era como el patio de mi casa", cuenta un señor enorme, que de pronto se vuelve chico.

Bou y Rey, gestores clave de la reconversión del cine, aún viven en quienes se enorgullecen de haberlos conocido. Pero el proyectorista en la casi abstracta foto de 1987 es ya una sombra, es decir: ya lo era en la foto, en el presente melancólico de la foto, en la mirada sesgada de la cámara-telescopio. En todo este corpus de obra, Lamas ha fotografiado sombras y anacronismos. Ha captado las fantasmagorías que pueblan el inconsciente y se asoman al día. Metió el ojo en un túnel del tiempo cada vez que hizo clic. No le importó dónde estaba, sí cuándo: antes, en un ahora espeso de prehistoria, vivido como un ayer.

Metió el ojo en un túnel del tiempo cada vez que hizo clic. No le importó dónde estaba, sí cuándo, en un ahora espeso de prehistoria.

Estas viejas fotos nunca fueron nuevas, nunca fueron fotos del presente. Nacieron así, luz de estrellas muertas. Hay en ellas representaciones artificiales de cuerpos con la presencia inquietante de cuerpos en un sueño. Hay fantasmagorías compuestas en la toma donde un encuentro impensado se produce y es captado a tiempo, por ejemplo en una garita de ómnibus donde la foto de una foto (un afiche de cine anunciando una película de gángsters ambientada en los años '30) es rematada por un par de anacrónicos zapatos muy lustrados en el lugar justo: un Frankenstein se arma entre la realidad y su representación, puestas en un mismo nivel de percepción. Lo inasible, lo inefable, lo inexplicable se dan cita al azar en encuadres callejeros de paseante ensimismado en su experiencia poética.

¿Y la película? No podía estar mejor elegida: Drácula (1931), de Tod Browning, con el insuperable Bela Lugosi en el papel estelar del "muerto vivo": ¿acaso una alegoría de lo que significa para Lamas una fotografía? También aquí reinan el blanco y negro, los grises, las sombras: el negro noche profunda de la capa del conde, el blanco de los inmaculados encajes de Mina, los grises ásperos de la abadía abandonada, las sombras al acecho. Aquí y allá, resisten huellas de cosas que crean para el mañana un mundo de ensueño: un barrio lejano de memoria y fantasía a donde siempre se puede volver, de donde nadie se fue.