Todo empezó con un cóctel en llamas, un Día de los Enamorados y el código morse. Bueno, y unos peinados inolvidables. Y “el riff de guitarra más estúpido que se haya escuchado jamás”, en palabras de su propio autor, el guitarrista Ricky Wilson. Y sin embargo, el álbum debut de The B-52’s cumplió 40 años y sigue siendo una obra maestra del pop rock, que influyó a millones y provocó más de una imitación, pero jamás será igualado. Lanzado el 7 de julio de 1979, The B-52’s no solo le reveló al mundo la existencia de un lugar llamado Athens, Georgia –de donde años después saldría otra bandita llamada REM-, sino que se convirtió en una cuña en la música de su tiempo, algo que sonaba como ninguna otra cosa.

Nada de eso podía ser previsto por Ricky, su hermana Cindy Wilson, Kate Pierson, el baterista Keith Strickland y el cantante Fred Schneider cuando se tomaron aquel Flaming Volcano (ron, brandy, jugo de ananá y jugo de naranja en un bol llameante) y se pusieron a zapar en un restorán chino, o cuando dieron su primer show en una fiesta privada del Día de San Valentín de 1977. El quinteto solo quería divertirse, y sabía cómo hacerlo. Sonaban despelotados, pero esa era la esencia del punk, del do it yourself. Y el dúo de Cindy y Kate era demoledor, pero no por sus peinados en forma de panal de abejas que recordaban al morro de los aviones B-52: en sus armonías vocales y en el constante intercambio con Fred dibujaban algo nuevo, distinto, refrescante.



“Rock Lobster”, el tema del riff de guitarra estúpido, hizo el resto. A diferencia de muchos congéneres, The B-52’s no grabó su primer disco en un estudio mugriento en las baratas horas nocturnas. Chris Blackwell, el gurú de Island Records, escuchó el single que habían editado en 1978 y se los llevó a los Compass Point Studios en Bahamas. En semejante entorno registraron las nueve canciones del debut, y en esa lista ya aparecieron clásicos que atravesaron los tiempos. No solo “Rock Lobster” sino también “Dance This Mess Around”, “52 Girls” y una apertura demoledora.

¿Se podía atraer la atención de crítica y público –de manera positiva- con una canción que comenzaba en código morse y se apoyaba en el leit motiv de “Peter Gunn” de Henry Mancini, con Pierson replicando con su voz una línea de teclados que parecía llegar del espacio exterior? El grupo lo supo de inmediato, cuando “Planet Claire” sedujo oídos en todo el mundo y dejó fijadas las bases de lo que significaba The B-52’s. Una banda bailable y sensual, divertida sin ser idiota, con la capacidad de estimular los sentidos, levantar una fiesta en coma cuatro y a la vez mostrar un sentido de la experimentación que la situaba bien lejos del pop fácil para las masas.



Alguna vez Fred Schneider señaló que una de las fuentes de inspiración de “Rock Lobster” había sido Yoko Ono. John Lennon devolvió el cumplido con creces cuando, en una célebre entrevista con Rolling Stone, señaló al debut del quinteto como una de las razones por las que había vuelto a empuñar una guitarra.

Blackwell, que con el sello Island le había servido el reggae en bandeja al mundo, sabía bien lo que tenía entre manos. The B-52’s no era solo una banda que parecía tan extraterrestre como los extraterrestres que cada tanto asomaban en sus letras. Respetaban a lo kitsch como una forma de arte. Wilson podría ningunear sus propios riffs, pero era un guitarrista con toda la garra, fogueado en la surf music y el punk, que había restado las dos cuerdas del medio a su instrumento pero para sumar. Schneider se situaba al centro de ese club de descastados de vestuario indecible con energía y elegancia, cantando y contando historias que se deslizaban hacia el pleno delirio.

Y, detalle nada menor, el quinteto salió de Athens pero su escena de fogueo fue en dos escenarios que no eran para flojos: tras el éxito de aquel primer single, la banda se trasladó a New York e hizo base en el Max’s Kansas City y el CBGB. En el coto de caza de The Velvet Underground, Blondie, Television, Talking Heads y los Ramones, The B-52’s puso su nota distintiva y no permitió que nadie le faltara el respeto. Nadie quiso hacerlo, tampoco.

Es que basta escuchar cosas como “Lava”, el tema que abre el Lado B de The B-52’s, o el mismo “52 Girls”, para encontrar las líneas estilísticas que vinculaban al grupo con esos otros nombres que hicieron historia en la Nueva York de fines de los ’70: guitarras abrasivas, beats urgentes y un tono a veces festivo, a veces ominoso, pero que nunca producía indiferencia. Y la flexibilidad para moverse en ese frente pero también elegir como cierre del album debut una reversión de “Downtown”, el hit de Petula Clark que se volvió inevitable en 1964. A la pegajosidad pop el grupo le metió una cuota de acidez, una de sus especialidades.

Todo eso cabía en el universo de The B-52’s, que –como muchos otros- en los cuarenta años que siguieron debió lidiar con el fantasma de ese formidable disco y hoy lleva adelante una gira despedida por Europa . No le fue tan mal: en su historia sumó hits planetarios como “Private Idaho”, “Channel Z”, “Love Shack”, “The Deadbeat Club” o “Roam”; debió capear la tragedia de la muerte de Ricky Wilson en 1985 a causa del hiv y sobrellevar los vaivenes de toda carrera, pero el grupito del cóctel en llamas en un restorán chino cobró la dimensión de lo indiscutible. Cuando apareció el disco de los extraños personajes en una tapa amarilla podrían haber parecido solo un buen chiste de temporada. Cuatro décadas después, escuchar The B-52’s sirve como excelente explicación de lo que fue el fin de los ’70, y cómo le abrió la puerta a los ’80. Pero sobre todo, sigue convirtiendo una reunión languideciente en una fiesta sin fin.