Ella no quiere ver la carta pegada en la pecera donde su mascota descansa, casi muerta, atraída por el sonido del agua que la aleja para siempre del discurso de su dueña.

Ella prefiere distraerse en la intemperie de su casa saqueada y fingir que no sabe quien se llevó todo menos a ese camarón con el que puede desquitarse y hablar para posponer el conflicto. Mía elige hacerse la desentendida, cambiar la dirección de la mirada y empeñarse en unos ejercicios súper eficaces que la ayudan a olvidar. De este modo esta simpática camarera logra deshacerse de todo lo que le pasó y eludir cada catástrofe doméstica de la que jamás puede sacar el más mísero aprendizaje. 

Ella sale con hombres callados, inexistentes, desprovistos de encanto para entrenarse en la caridad. Aprende de la Madre Teresa de Calcuta y califica a esos amores que asiste en su casa ante la observación atenta de su camarón, como exponentes de una comunidad de desvalidos que ella se disciplina en comprender.

La culpa es el trazado que convierte a esta muchacha en una experta en abandonos. Si resultaba un tanto cómica en su modo fallado de presentar los hechos, como si no los comprendiera o como si aislara situaciones frente a las que se muestra desconcertada, desairada en su sonrisa que funciona como un arma de defensa, como una súplica ante los que quieren herirla, no pasará mucho tiempo hasta entrar en una piedad irremediable y crítica. Porque el comportamiento de Mía es una crónica de la bondad femenina entrenada para sus propia destrucción.

Mía ostenta una impericia magnífica para elegir sus vínculos. Se pone de novia con un músico callejero desdentado, un vagabundo que le roba como en la letra de un tango. Ella le dio amparo y él la traicionó. De ese modo lxs dos mantienen su condición de no integradxs, de parias. Y esto le pasa a ella que, justamente, se fue de la casa materna para eludir el destino de rareza que veía en su hermano. Ella que desea la normalidad de lxs otrxs como si fuera una tierra apacible donde podrá renacer salvada, habla sin descanso para no pensar. En su voz que es acto, que opera como registro mimético de su realidad, no hace más que multiplicar sus fallas hasta que la farsa se vuelve drama. 

Karma y yo es un proceso interno que Virginia Smith sostiene en una enumeración de experiencias que se tambalean entre el humor y el dolor desmedido. El público se desconcierta y la actriz atraviesa el dilema de su propia escritura  porque hubiera sido más sencillo ir con determinación hacia el humor. Smith apuesta a un procedimiento arduo, juega en una zona intermedia donde la carencia de astucia de su personaje, la incompetencia para idear estrategias, la dejan en un páramo sin estímulos. Nadie viene a socorrerla, su entorno es el despojo.

Smith sostiene el desamparo de la escena que describe la materialidad de su propio personaje. A las contrariedades que padece ella prefiere llevarlas a la miniatura de su lenguaje risueño. Mía quiere imaginar que todo lo horrible que le tocó en suerte ya no existe aunque en el nombre del camarón se declara la identidad de su único acompañante. La inmovilidad de Karma, la ausencia de burbujas, ese no darle nada que ella le reprocha mientras besa la pecera, delatan que ese crustáceo podría ser casi igual a una piedra. 

Pero la chica que habla porque el silencio le ocasiona algo así como una hecatombe gástrica, sabe que persiste en situaciones de las que saldrá mancillada. Si Lacan definía el amor como “dar lo que no se tiene a alguien que no es” en Karma y yo la culpa implica convertirse en ese otro lastimado y, de esa manera, estar a un paso del sacrificio. M

Karma y yo se presenta los viernes a las 21 en El Cultural San Martín.