Una niñita tocó el timbre de mi casa para un no tiene algo que me dé. Le di un abrigo de paño y pensé en mi madre; en una infancia de soledad y frío en San Genaro.

Iba en un colectivo y subió un chico pidiéndole al chofer que lo llevara. El chofer se negó, pero, por suerte, tenía crédito y le puse mi tarjeta. Entonces pensé en mi abuelo Celedonio, que había ido a buscar una changa al puerto y como se la negaron, por anarquista y agitador, se tuvo que volver a pie, sin un centavo.

Estaba almorzando en un restorán barato y entró un pibe vendiendo chucherías y pidiendo a gritos con los ojos un plato de comida. Le ofrecí la mitad de mi plato y "el patrón" colaboró con más pan y una bebida. Entonces pensé en mi abuela Yolanda, que de niña se había acostado sin cenar más de una noche.

Estuve en una marcha. La policía reprimió con psicópata deleite. Cuando estuvimos a salvo pensé en mi abuelo Eduardo, muerto en un piquete, con sólo veintiocho años, y una hija en la panza de su esposa.

En casa, de noche, abrigado, con una buena comida calentita y un vino pensador, escucho siempre las voces de los míos. ¡Cuánto amor! ¡Cuánta lucha y convicciones y sueños me heredaron! Si fuera que de la causa del pueblo y su justicia me hiciera el distraído, sería yo el que les hubo negado la comida, el trabajo y el abrigo. Así es el peronismo: la justicia social como el acto de amor más solidario, donde estar distraído es reaccionario y una traición pasarse al bando del olvido.