Gerda Taro y su Leica eran dos compañeras inseparables en los distintos frentes que se abrían durante la guerra civil española. Porque ella trabajaba en medio de ese fuego cruzado, documentando las batallas pero también, la vida cotidiana de quienes defendían la República. De hecho, en una de las últimas fotos que le sacaron se la ve agazapada detrás de un miliciano en pleno ataque, los dos con alpargatas andaluzas. En 1937, un tanque republicano haría una mala maniobra tras una batalla en las afueras de Madrid y la mataría. Tenía 26 años. Las imágenes que había enviado en la víspera a la prestigiosa revista Regards, en Francia, terminaron siendo impensado obituario.
“Fotografiaba a ráfagas en medio del delirio, con la pequeña Leica sobre la cabeza, como si la protegiera de los bombadeos” evocaría su amiga Ruth Cerf alguna tarde de 1939 en el estudio de la rue Froidevaux. Ese era el lugar que Taro compartía con su amigo, su amante, su socio Robert Capa. En verdad, ni ella se llamaba Gerda ni él, Robert. Pero nombres glamorosos con resonancia norteamericana, había aducido Gerda, eran clave para vender las fotografías en las mejores revistas del mundo. No podía esperarse menos sagacidad de esta mujer: la primera fotorreportera de la historia capaz de contar la guerra desde adentro.
Ahora, la escritora Helena Janeczek transformó a Gerda en protagonista de su nueva novela La chica de la Leica. Se trata de un relato caleidoscópico, que no devuelve una imagen rotunda sino fragmentos cambiantes de esta alemana de origen polaco nacida en Stuttgart en 1910 y cuyo nombre real era Gerta Pohorylle. De origen burgués (su familia murió en el Holocausto), Gerda se mudó muy joven a París huyendo del nazismo. Llevaba consigo un conocimiento de idiomas útil para una ciudad con refugiados políticos de aquí y allá (sabía italiano, francés, inglés y español) y una Remington que le permitió sobrevivir como mecanógrafa.
Junto a ella viajó Ruth Cerf, una belleza rubia que se dedicó al modelaje más por necesidad que por deseo. Gerda también era hermosísima pero en un sentido menos convencional: medía un metro cincuenta, usaba el pelo cobrizo e irradiaba un magnetismo pavorosamente intacto en los retratos que de ella se conservan. Las amigas se mudaron a un cuarto que les alquilaba otro refugiado, Fred Stein, que también se transformó en fotógrafo reconocido. El estruendoso repicar de la máquina de escribir y el desparpajo encantador de Gerda, que rápidamente empezó a ser conocida en los círculos intelectuales parisinos, fascinaron a Stein. De hecho, la fotografió trabajando varias veces poco antes de que se transformara en secretaria de un psicoanalista cercano a Freud.
El testimonio de Ruth va vertebrando el relato. También, el de Willy Chardack, un médico cardiólogo que se convertiría en eminencia mundial al inventar el marcapasos y Georg Kuritzkes, otro médico que combatió en las Brigadas Internacionales. Entre Chardack y él pervive la amistad pero también, unos celos petrificados en aquellos años donde Gerda enamoró a los dos. El recuerdo se actualiza a comienzo de los años 60, cuando Georg llama por teléfono a aquel camarada asentado en una vida cómoda y anodina en Estados Unidos. Ese es el comienzo de la novela, con la evocación de Gerda a través de la palabra de sus tres amigos. Retratarla con sus luces y sombras es un gesto deliberado de Janeczek. “Gerda no era políticamente correcta: tenía sus caprichos, podía asumir gestos de mucha ligereza y, como quedó demostrado, era dueña de un arrojo tan fascinante como temerario. Tenía amores que abandonaba, abortó sin culpas y decidió ser dueña de su propia vida en una época difícil para las mujeres”, señaló la novelista en una entrevista reciente.

La chica de la Leica
Helena Janeczek
Tusquets
352 páginas

Como su heroína, Janeczek nació en el seno de una familia judío-polaca en Munich, a mediados de los 60, aunque desde 1983 vive en Italia, donde escribe en revistas literarias para divulgar literaturas de distintos continentes. Publicó un libro de poemas en alemán y tres novelas, todas en italiano; entre ellas, Las golondrinas de Montecassino (editada por Tusquets, al igual que La chica de la Leica) que la situó como referente de ficciones que tienen la Segunda Guerra Mundial como marco. Su nuevo texto no es la excepción.
Si la guerra es referencia ineludible pero a la vez, un fondo difuso, otro tanto ocurre en este libro con el protagonismo de Capa. Se transforma en uno de los personajes de la novela, sí, pero al igual que Gerda, es relatado por otros. “Al húngaro con la Leica lo encasilló como un fanfarrón simpático. Que hubiera nacido en el corazón chic de Budapest, que se hubiera criado en las calles de peor reputación no impresionaba a una chica educada en Suiza y refinada en los salones revolucionarios de Leipzig. Pero tener esa autoridad de Pigmalión sobre ese hombre, la henchía de orgullo”, escribe Janeczek. Él le dio las claves de un oficio en el que Taro rápidamente brilló, por momentos más que su mentor. Así lo reconoce Capa en una serie de escritos autobiográficos que publicó antes de su muerte prematura (también durante una guerra, también por un accidente) en Vietnam, en 1954.
“Robert Capa”, más que un nombre, fue una marca que los dos usaron para firmar trabajos conjuntos. En una primera época ella ofrecía fotos en medios gráficos de prestigio haciéndose pasar por representante de un yanqui con aquel nombre; un hombre adinerado, cansado de dedicarse a la exportación de duraznos, que había decidido poner el cuerpo y la cámara en la guerra como extraño tour de force. A su novio –que en verdad se llamaba André Friedmann– todo el asunto le causaba gracia. Pero el nombre artístico fagocitó al anterior y también, al de Gerda. De nada sirvió que firmaran algunas coberturas como “Capa y Taro” cuando ella se hizo dueña de una reputación bien adquirida. El equívoco, el misterio sobre la autoría real de unas cuantas fotos –incluso, la mítica de aquel miliciano en el momento en que es alcanzado por una bala– no hizo más que agrandar el mito de Gerda cuando su nombre salió a la luz.
En 2008 fueron milagrosamente recuperados unos 4500 negativos de ella, Robert y David Seymour, amigo de ambos que firmaba como “Chim”. Estos materiales habían hecho un viaje extraño y caprichoso desde París hasta México, donde quedaron guardados durante 70 años, hasta ser revelados y transformarse en fotos que se vienen exhibiendo a lo largo del mundo. Se trata de documentos que hablan de la guerra pero también, de la maestría de quienes tomaron esas imágenes en medio del caos. Por entonces, la alemana Irme Schaber escribió una primera y exhaustiva biografía dedicada a Taro. De todo ese material se valió Janeczek para construir una novela que apela a hechos reales y cuya rigurosidad también es exigente para quien la lea, debido a la multiplicidad de nombres, geografías y filiaciones.