La transexualidad en el siglo XIX se interpretó como una desviación y desde el XX fue incluida en el CIE 10 (Código internacional de enfermedades) como grupo de “trastornos de la identidad de género” y en el DSM-V (Sistema de clasificación internacional de enfermedades mentales) como “disforia de género”. Ambos manuales la definen como una discordancia entre el género y el sexo biológico, una incongruencia entre lo que siente el individuo y la anatomía.
La OMS, este año, retiró a la transexualidad y el travestismo de la Clasificación Internacional de Enfermedades como trastornos mentales y en 2022 pasarán a formar parte de un epígrafe denominado "condiciones relativas a la salud sexual". Sin duda, se trata de un avance en el camino de la despatologización de la sexualidad en general.

En Argentina el avanzado marco normativo vigente, encabezado por la Ley de Identidad de Género firmada por Cristina Kirchner en 2012, establece que toda persona tiene derecho al reconocimiento y a ser tratada de acuerdo con su identidad de género autopercibida. Permite la inscripción en sus documentos con el nombre y el género vivenciado, reglamenta las cirugías para el cambio de sexo y ordena que todos los tratamientos médicos de adecuación a la expresión de género sean incluidos en el Programa Médico Obligatorio, lo que garantiza una cobertura de las prácticas en todo el sistema de salud, tanto público como privado.

No hay duda de que estas medidas implican un avance democrático y una ampliación en materia de derechos de las minorías trans, lesbis, homos, etc., que celebramos. Sin embargo, comienzan a plantearse algunos problemas que interpelan a los psicoanalistas, como por ejemplo el diagnóstico de transexualismo en la infancia y pubertad, y el enfoque clasificatorio de la sexualidad, pues mantiene una perspectiva estigmatizante, biologista, que la termina patologizando con diagnóstico experto y protocolo. La sexualidad corre el peligro de quedar sometida a una clasificación universalizante y por ende, biopolítica.

Bajo un supuesto progresismo, el “organismo” del “individuo” es “evaluado” por un “experto” que confirma el “diagnóstico” del hasta ahora concebido “trastorno” o incongruencia entre lo que se siente en cuanto al género y la anatomía. Para “curar” estos disfuncionamientos, los profesionales de la salud utilizan psicofármacos, terapia hormonal y operaciones quirúrgicas.

Una sexualidad clasificada, protocolizada y “curada” por expertos que tratarán de incidir en el órgano con terapia hormonal y quirúrgica, rechaza el singular relato del sujeto del inconsciente y concibe lo humano determinado por la máquina orgánica. Estamos frente a una concepción de la sexualidad fundamentada en la biología, la autoridad de los expertos, el fármaco y la industria farmacéutica: la “modernidad” termina resultando un fraude reduccionista y biopolítico.

La articulación entre ciencia y neoliberalismo, fundamentada en una ideología empresarial y colonialista, estimula creencias tales como “sos el dueño, el gestor de tu vida y de tu cuerpo” y construye una libertad ilimitada que rechaza la imposibilidad y encubre el sometimiento del cuerpo y la sexualidad a la picadora de carne de la ciencia como dispositivo del mercado.

Para el psicoanálisis, la sexualidad, inseparable de la existencia del inconciente, necesariamente causa malestar y padecimiento. La incongruencia entre el género sentido y la anatomía no es orgánica sino siginificante, el cuerpo no es biológico sino gozante. El saber es sexual, pero la sexualidad --la pulsión en Freud o el goce en Lacan-- no se subsume a un saber ni es un dominio delimitado de prácticas o conductas. El saber no es del organismo, de los expertos ni del yo como autopercepción, sino del inconsciente, por lo que no se lo puede reducir a un enunciado articulado a una demanda de ser mujer o varón. Si un paciente dice que anhela un cambio de sexo, un psicoanalista escucha el singular sufrimiento de un ser hablante que no puede reconocerse imaginariamente como cuerpo, sabiendo que la sexualidad no es discursiva y es imposible al significante. Será necesario un tiempo de escuchar, comprender y elaborar antes de precipitarse o empujarlo al acto sin retorno.

Del “error” biológico al síntoma y del yo al sujeto

La sexualidad, desde Freud, se define para cada unx e implica hacerse responsable de la propia sexualidad, poniendo a trabajar al sujeto del inconsciente respecto de su malestar. El psicoanálisis es la única teoría que cuenta en su caja de herramientas con los conceptos de sujeto, inconsciente, pulsión y goce. Por lo tanto, la experiencia psicoanalítica constituye la posibilidad de subjetivar la verdad de un padecimiento singular a través de un síntoma, que se diferencia de lo que definen los manuales, clasificaciones y etiquetas universales recortadas por los expertos y sus protocolos. Un psicoanalista tiene la aptitud para alojar el padecimiento y escuchar al sujeto dividido, que no es el yo, antes de precipitar al individuo a la terapia hormonal o al quirófano en un empuje irreversible al corte.

Mantener la hipótesis de un sujeto no basado en identificaciones homogeneizantes resulta imprescindible. Si el poder en nombre de la salud mental y el furor curandis se apropian y domestican lo inapropiable, el crimen perfecto se consumará.

 

Nora Merlin es psicoanalista, magister en Ciencias Políticas, autora de Mentir y colonizar. Obediencia inconsciente y neoliberalismo.