Leer una historieta es, en sí, una experiencia singular. No puede ser colectiva como la de ver una película. Ni siquiera se puede compartir íntimamente con alguien en voz alta, como con un libro de texto. O sí, pero es siempre un desastre: hay que optar por describir la imagen o el diálogo, y quizás, hacer voces tontas para cada personaje. Leer una historieta es un momento silencioso y solitario, que involucra esa feliz conjunción en la que el cerebro combina las palabras y los dibujos en una callada y compleja experiencia única. Así lo explicó en su momento el historietista canadiense Seth, mucho más interesado en la introspección que habilita su medio que en la super acción de la que usualmente presume: “Al final del día: sos solo vos y tu historieta”. Así quizá sea la mejor manera de aproximarse al potencial expansivo de las historietas de Olivier Schrauwen, el autor belga que convirtió la épica cotidiana de los solitarios en una feliz ensoñación surrealista y literaria, entre la vanguardia y la tradición gráfica clásica, entre la comedia y la pausada introspección, con un puñado de premiadas obras que estiran la lectura de historietas a esa experiencia inmersiva, callada y hermosa que caracteriza el corazón del medio: “Siento que los cómics no tienen que tener sentido lógico necesariamente, tienen que transportar al lector a una historia, a una experiencia. Y no necesariamente porque estás siguiendo a un personaje en particular, sino porque entrás en una especie de trance que habilita el medio, algo sensorial, igual que la música. Creo que a la hora de pensar en mi trabajo me siento mucho más cerca de la música que de otros tipos de arte”, se entusiasma Schrauwen, rodeado de sus juguetes e instrumentos musicales en el comedor de su casa en Berlín, donde vive hace diez años después de abandonar, primero, su Brujas natal, y luego Bruselas, donde estudió animación e historieta.

Una epopeya soñada

Empinado en los 42 años, Olivier Schrauwen es uno de los grandes nombres de la historieta contemporánea europea, aunque habla sobre su trabajo taciturno, casi tímido. Nacido en los entramados más independientes del medio, pero saltando ya esa barrera -más en la rapidez expansiva con la que se difunde su obra que en su descontracturada forma de trabajo- ha sido nominado a algunos de los grandes premios del cómic como Eisner e Ignatz, traducido a más de 10 idiomas, alabado por maestros como Chris Ware y Art Spiegelman, y consagrado por su libro de largo aliento Arsène Schrauwen, una epopeya ensoñada, cómica y absurda en la que sigue a una versión imaginaria de su abuelo por la colonia belga en el Congo. Un autor extraño que se ha expandido a través de un medio marginal mezclando el cómic con el arte contemporáneo y la literatura, y la potente tradición franco-belga de la que reniega (y que indefectiblemente lo atraviesa, aunque sea por oposición) celebrando también su feliz demolición. “¿Has visto el museo de la historieta en Bruselas? Hermoso edificio, muy fea exposición” se ríe él. “En Europa, y particularmente en Brujas, todo el arte que nos rodea es antiguo, y convivimos con esa idea todo el tiempo en la cotidianeidad, aunque no lo notemos del todo. Supongo que si mis dibujos siempre parecen remitir a cosas que pasaron hace mucho tiempo se debe a eso”, reflexiona Schrauwen, que así y todo se ha desembarazado de Tintín, Lucky Luke y los grandes héroes del cómic de su tradición para abrazar formas de narrativa fluidas y experimentales, a veces reinventando estéticas clásicas, a veces insolentándose anárquicamente con ellas. “Yo creo que lo único que me gustaba era Cowboy Henk, me parece que la gente de mi edad o más joven no hace cómics que se parezcan a nuestra tradición porque nunca la consumimos realmente, siempre renegamos un poco de ella e intentamos mirar afuera de Bélgica para inspiración. Hay un pequeño choque entre la gente mayor haciendo cosas más tradicionales y mi generación porque piensan que no podemos contar historias, que somos basura”, calcula Schrauwen, mientras saca de su repisa un libro para regalar. Se trata de Sunday, historieta aún inédita que imprimió él mismo en risografía a dos tintas, rosa furioso y cyan, que se ha difundido artesanalmente por Europa y que bien podría reflejar las preocupaciones de su obra: “Esta historia relata un día en la vida de mi primo Thibault Schrauwen. Lo sigue desde que despierta, pasando por el desayuno hasta el baño donde presenciamos cómo mantiene su higiene personal”.

Un futuro peor

 

“Quería dar un mensaje positivo pero terminé haciendo una distopía. Supongo que es por mi incapacidad de imaginar un futuro mejor”, dice Schrauwen acerca de su última historieta, Vidas Paralelas, una historia de ciencia ficción que acaba de ser publicada en español por la editorial Fulgencio Pimentel, al mismo tiempo que Guy, retrato de un bebedor, sobre un personaje borracho y abyecto que rinde culto al género de la piratería, en el que parece ser un año más que prolífico para el autor. Estos libros, junto a otras de sus obras como El hombre que se dejó crecer la barba o Mi pequeño, se pueden encontrar profusamente en Argentina, sin embargo, su deslumbrante historieta muda Mowgli en el espejo, nominada al Eisner y basada libremente en el clásico de Kipling, ya tiene edición local a cargo del sello independiente Waicomics. Un hermoso y contemplativa libro a dos tonos en el que un Mowgli atemporal vaga solo por la jungla hasta que conoce un orangután. Aunque el animal se convierte en su compañero y única relación sentimental, y Mowgli tiene momentos de genuina felicidad, en el fondo se pregunta si no habrá en el mundo otros seres más parecidos a él. Esta idea clásica podría resumir un poco la impronta de los personajes divertidos pero existencialistas de Schrauwen, siempre más interesado en la expresión de esos mundos internos y devaneos mentales que en los contextos que habitan. Aunque diferentes en sus historias, todos sus personajes mantienen una relación reluctante con el mundo exterior: un día en la vida de un niño salvaje, una falsa biografía épica entre histórica y totalmente surrealista, una sola mañana en la vida de una persona -a la manera de un Ulises en voz de un slacker depresivo-, un pirata borracho entre cómico y amargo, una ciencia ficción hedonista y pesimista. “Llegar a relacionarse de verdad con los demás es algo realmente complicado ¿no?”, se impacienta el autor. Con personajes desconcertantes, solitarios y neuróticos, con cambios de registro sorpresivos, y con una tensión que navega del detallismo puntilloso a la abstracción total, Schrauwen explora con verdadero asombro los recursos gráficos al servicio de una narración mucho más interesada en la corriente de la conciencia que en el registro histórico y el realismo, y que ¡por suerte! abandona por fin la declamación autobiográfica de su generación. “Supongo que lo que hago es dejar que fluya, de hecho, al principio Mowgli era solo un pibe con bigote caminando en el bosque”, se ríe Schrauwen. “En realidad, al contrario de lo que se piensa, lo que hago a la hora de trabajar es restringirme un poco a mi mismo, decir: elijo solo dos colores, una sola línea argumental, veamos dónde nos lleva ésto. Tomo una serie de decisiones pequeñas que me den control para ver a dónde se puede dirigir la historia, que sea la historia la que tenga libertad. Lo que odio es lo literal, lo espantosamente literal que se ha vuelto todo en esta época”.