Cuando Damián Ríos y Mariano Blatt me convocaron para escribir en la antología Un grito de corazón, empecé a evocar cuáles eran mis primeros recuerdos del peronismo y ahí apareció mi papá cantando la marcha. Haciéndome notar la modificación en la letra entonada por un montonero. Y con mi viejo vinieron esas historias que contaba él, contaban mis tíos, tías y mis primos de Tucumán. Esas de creer o reventar. Las que vienen con el pago. Y que a mí, de borrego, me fascinaban desde mi lugar de visitante y desde mi postura de cierta incredulidad que anhelaba fervientemente cambiar. Quería creer en todos esos relatos. No porque nos metieran miedo y a uno le gustara experimentar esa sensación. De hecho ellos mismos cuando los narraban no era para julepearnos. La cosa más bien pasaba por entretenernos. Siempre les noté el respeto por lo que no tiene explicación. Que sé yo. Que a veces es más fácil justificar lo monstruoso desde lo sobrenatural cuando el verdadero terror lo ejecutamos y lo encarnamos nosotros mismos.