"La armonía, la movilidad y la inercia son las cualidades que nacen de la materia; y atan fuertemente, oh gran guerrero , al Morador Indestructible del cuerpo." B.G

 

--Contra una pared, nos arrodillamos, colocamos los antebrazos rectos, alineando los codos con los hombros y juntamos los omóplatos por detrás. Entrelazamos los dedos de las manos, apretando el agarre con fuerza… el secreto está en la presión de los pulgares. Las manos, ahora juntas, forman una cavidad que alojará nuestra cabeza.

La voz amorosa de mi guruji me insta al pánico. Cuando se aproxima la parte media de la clase me invade la angustia: no puedo ni podré hacer el "paro de cabeza". No me sale: me mareo, temo quebrarme el cuello, golpearme la cabeza. El pensamiento catastrófico se activa con toda su potencia Es una batalla interna que no se resuelve a pesar de los años de práctica. La maestra anterior montaba en cólera cuando me negaba al asana: desplegaba un japamala de valoraciones muy poco "yogui", en voz demasiado alta para mi gusto. La vez que, en la postura de la montaña, me gritó cinco veces "arriba las rótulas" fue cuando me juré no volver más. Pero no se puede. Quien ha practicado yoga por años sabe que es un camino lento, restaurativo, transformador. La disciplina asegura que el maestro aparece cuando el alumno está listo.

--Llevamos, ahora, la cabeza entre las manos, ingresándola en el hueco que guardan. Apoyamos los dedos de los pies para estirar las piernas, glúteos arriba. Avanzamos con las piernas hacia la cabeza sin perder la extensión de la columna ni colapsar la espalda. El peso está en los brazos.

Hasta ahí, lo posible. En cuanto empiezo a sentir que el lugar se da vuelta, que el piso techo y el techo piso, me explota el corazón. Mi nueva maestra me conoce: se acerca inmediatamente a indicarme la postura alternativa. Me consuela cada vez: que es por hoy, mañana tal vez puedas; no hay que ir más allá de los propios límites, mucho menos de golpe. Que la práctica es paso a paso, poder llegar a tener la cabeza por debajo del tronco ya es todo un logro. Me amargo, me cargo con la imposibilidad. Hay días que falto a clase porque pienso en ese momento, en la fatalidad de ese instante en que no puedo ni podré, diga lo que diga la Bhagavad Gita.

Todas mis amigas de la primaria hacían la vertical en la vereda, o en el patio de la escuela. Yo era la más grandota del grado, la gorda. El epíteto inhibía mis condiciones motrices y tenía que esforzarme mucho más por controlar mi cuerpo en sus movimientos de preadolescente. Pedí patines para el cumple de nueve y me dijeron que no. Por eso, la primera vez que me calcé los de una vecina, apenas di el primer paso me fui al suelo. Aterricé con las manos en ele, me las hice pelota. No pude decir nada en mi casa por temor al "¡te lo dije!". Así que me la aguanté en silencio. Pero siempre quedé excluida del plan "ir al parque a patinar".

También lo lloré a escondidas.

No quería ser una paria en todo, así que me prometí que con la vertical no me pasaría lo mismo que con los patines. Me dispuse a practicar por la tarde en casa, cada día, hasta que me saliera. Por lo menos contra la pared.

Con once años y una precocidad hormonal poco común, una tarde de lluvia tuve la brilante idea de ensayar la vertical en el living. Mi hermano estaba en la escuela, mi papá en el trabajo, mi mamá dormía la siesta. "Estar mucho tiempo cabeza abajo marea, ojo", me había dicho la abuela Alba la tarde anterior. Probaba varias técnicas: partir de manos y pies apoyados en el piso, levantar de a una pierna contra la pared. Pero no funcionaban. Tenía que animarme a lo que había visto en los recreos: un par de pasos ligeros para tomar impulso, apoyar las manos y patear. Tomé coraje, lo hice y lo logré. Fueron décimas de segundo en las que sentí que el mundo se volvía amable, y yo encajaba. Pero había pateado con demasiada energía y me fui para el otro lado. Caí de espaldas sobre una mesita de té feísima. La tapa era de vidrio grueso y lo rompí. Me clavé una de las patas a la altura del riñon derecho, y terminé de caer, seca, al piso. El estruendo despertó a mi mamá, que por las dudas ya venía gritando desde adentro. Me dolía todo tanto que no sentía nada. Me tironeó de un brazo para que me levantase, y me mandó a buscar la escoba. Mientras, me hablaba de castigos que ya conocería cuando viniera mi padre. A mí me dolía la espalda, el ego, los recreos venideros, la boluda grandota que no sabía hacer la vertical. Cuando llegó mi viejo me mandaron a la habitación después de la cena, sin tele. Ninguno me preguntó si me había hecho mal.

Lloré sola otra vez.

Después me dormí, y soñé con el vértigo de estar conquistando el mundo pero no, te pasas para el otro lado y te das la espalda contra el piso.

--Sin dejar de hacer fuerza con los antebrazos en el suelo, intentamos separar los hombros de las orejas sin perder nunca la extensión de la columna. Subimos una pierna, luego la otra, y apoyamos los talones contra la pared.

No. No puedo. Este es mi límite para siempre.

Esta vez no hubo consuelo. La voz amorosa estaba ahora sobre mí, pidiéndome que levantara una pierna. No puedo, dije. Si podés, levanta la pierna, yo la agarro. Ahora la otra. Con firmeza, la guruji me tomaba de los tobillos y apoyaba mis talones en silencio. Después se alejó unos centímetros. "Resistí", susurró. Y en esa voz bajita y aireada, sólo para mí, empezó a recitar, como un mantra, todos los beneficios de la postura: la sangre llega bien oxigenada al cerebro y nos ayuda a mantener la mente clara. El cerebro nos guía, lleva el control de nuestro sistema nervioso y de los órganos sensoriales; es el asiento de la inteligencia, de la sabiduría y del poder. Para prosperar, hay que velar por su equilibrio. "Ya es momento", culminó.

Me mantuve invertida por primera vez en la vida. El mundo se dio vuelta y no me dio miedo. Estaba de cabeza frente a un nuevo orden de las cosas y no me dolía nada. No había vidrios cerca. Tampoco estaba sola. Cuando quise bajar, la maestra apenas empujó mis piernas y yo hice el resto. Una memoria recién fabricada se activaba para siempre. Me descubría en esa y otras posibilidades. Entendía que lo más importante para trascender un límite o cambiar una mirada es, siempre, la compañía y la luz de los otros.

Sirsasana. Postura de la cabeza. En su amplitud y sus complejidades. El posicionamiento físico y mental frente a un mundo que puede darse vuelta. Vamos con él o nos petrificamos.

 

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