El secretario de Estado Mike Pompeo tuvo un día agradable, porque según su cuenta de Twitter, estuvo “encantado de reunirme con el presidente Mauricio Macri”. La satisfacción viene por el estrecho alineamiento de Argentina con la parte más dura de la política exterior norteamericana, lo que el secretario de Estado expresó elegantemente cuando dijo que “Argentina se destaca como un socio confiable en nuestros esfuerzos compartidos para restaurar la democracia en Venezuela”. Como para que el norteamericano se sintiera en casa hasta tuvieron el detalle de que el secretario de Asuntos Estratégicos de la Jefatura de Gabinete argentina se llamara también Pompeo, pero Fulvio.

No fue sólo Venezuela lo que hizo sentirse a gusto al jefe de la diplomacia norteamericana. La conferencia ministerial de Lucha Contra el Terrorismo le permitió saludar el regalito argentino de salirse del marco de las Naciones Unidas en cuánto a quién es un terrorista y quién no. Macri, por decreto y sin consultar al Congreso, creó un registro propio y lo estrenó poniendo a Hezbollah, el tipo de cosas que en Washington saludan como políticas de Estado. Pompeo agregó una recompensa de siete millones de dólares, un detalle de invitado con buenos modales.

La llegada del funcionario americano, que en términos reales es el segundo más poderoso en cualquier gobierno norteamericano, sella las nuevas relaciones carnales. Esto se venía preparando desde hace rato y tuvo un evento previo el mes pasado, cuando llegó el almirante Craig Faller, jefe del Comando Sur de las fuerzas armadas de EE.UU. La parte argentina, para variar, se pasó de olfa: los americanos anunciaron que la visita era para hablar de “nuestros intereses comunes y la cooperación mutua”, mientras que la argentina explicó que era para hablar de “ciberdefensa, narcotráfico y crimen organizado”. Faller, hablando ante cadetes de aquí, les explicó la nueva guerra fría al decirles que Rusia, China, Irán, Venezuela, Cuba y Nicaragua “no comparten los valores democráticos que tienen Washington y Buenos Aires”.

No extraña este trumpismo explícito, porque Pompeo está entre un puñado de funcionarios que le viene durando al pintoresco presidente, que te echa a la primera contradicción. Primero lo nombró en la CIA, momento en el que Pompeo tuvo que dar marcha atrás en una declaración que lo había hecho famoso cuando era diputado, que torturar prisioneros era correcto y necesario. Como juró que no iba a autorizar que se volviera a usar el submarino en los interrogatorios, logró juntar algunos votos demócratas conservadores y fue confirmado.

Le tocó bailar con una fea, que era la furia de Donald Trump con la CIA, que había confirmado que los rusos interfirieron en las elecciones de 2016. Es fama que Pompeo interrogó a agentes, jefes, analistas y encargados de departamento como si fueran el enemigo, pero no pudo encontrar cómo desmentir las conclusiones de los profesionales. Para consolar a su jefe, confirmó la interferencia rusa, pero desmintió que fuera a favor de Trump. De alguna manera, logró que el presidente aceptara esto.

Por eso, abril del año pasado reemplazó a Rex Tillerson como secretario de Estado. Tillerson, evidentemente, no se había mostrado como un completo alfil de Trump, y hacía cosas como no putear debidamente a la ONU. En el extraño universo de la derecha dura en Estados Unidos, las Naciones Unidas rankean con la masonería y los Sabios de Sión como una conspiración oscura. Pompeo, en cambio, se transformó en una suerte de segundo de Trump, un leal que lo entiende.

No extraña. Pompeo es un italo-americano de dos generaciones nacido en el alegre Orange County de California del sur. De pibe, hizo algo que Trump admira y fue a West Point, de donde se graduó como ingeniero militar. Sirvió cinco años, llegó a capitán y después se fue a estudiar leyes a Harvard. No sólo se graduó con honores, sino que fue uno de los estudiantes que editaba la muy prestigiosa Harvard Law Review. Trabajó de abogado poco tiempo, especializado en la rama aburrida pero rentable de derecho impositivo, y se fue a vivir a Kansas, de donde era su madre. Ahí hizo otra cosa que Trump admira, se hizo rico y en 2010 se metió en política. El cuarto distrito electoral lo mandó a Washington como diputado, y lo reeligió dos veces.

A Trump se lo señalaron como un halcón durísimo, lo que en cualquier otro país llamarían un reaccionario. Rodeado de los irracionales del Tea Party, fue hasta insultante con la secretaria de Estado Hillary Clinton por la tragedia de Benghazi, en la que murió un embajador norteamericano en 2012. En 2015 puso el grito en el cielo contra el tratado con Irán, mientras seguía gritando contra la ley que le prohibía a la Agencia Nacional de Seguridad espiar a todo el país y grabarle las llamadas. También votó en contra, y siguió gritando, contra la idea de cerrar la prisión de Guantánamo y contra cualquier límite a las “técnicas de interrogatorio” a los sospechosos.

Como jefe de la diplomacia, Pompeo no restauró la devastada estructura que heredó –nunca hubo tantas embajadas acéfalas- pero armó el primer encuentro entre Trump y Kim Jong-un en Singapur. Con cierto placer, fue quien anunció en febrero que su país se salía del Tratado de Misiles Intermedios, firmado en los ochenta, porque “Rusia no lo cumple”. Ahora pasa por Argentina y Ecuador para disciplinarlas, y luego va a El Salvador y México para que no lleguen más desesperados a la frontera del Río Grande.

Pero Pompeo apunta más alto. La semana pasada creó un Panel Sobre Derechos Inalienables para redefinir los derechos humanos, nada menos. El panel “asesor” tiene a cargo a una profesora de derecho de Harvard, Mary Ann Glendon, que fue embajadora de Bush hijo ante el papa Ratzinger y es una conocida enemiga del matrimonio igualitario, el aborto, el feminismo y la agenda gay. Pompeo lo anunció públicamente explicando que el problema es “hay quien usa la retórica de los derechos humanos para fines dudosos o malignos”. Esa es la cruzada que viene.