Alguna vez Federico Ghazarossian exorcizó demonios en un escenario. Proyectaba una imagen circunspecta pero como maligna: estaba con su bajo colgado al cuello a dos metros de Palo Pandolfo; en el otro costado Alejandro Varela era un enajenado que hacía un riff bestial. Nadie lo sabía, pero en Medio Mundo Varieté las canciones de Patria o muerte –segundo y último disco de Don Cornelio– musicalizaban el crujido del derrumbe del alfonsinismo. Sí sabían los músicos, podían sospecharlo al menos, que esas canciones psicópatas –grunge antes del grunge- representaban el final de Don Cornelio. Una banda fugaz, que había descendido como un ovni en aquel proteico panorama rockero de los ’80 para ubicarse en un sitio único, equidistante entre el punk de Sumo y el pop de Soda Stereo. La amistad adolescente amasada en barrios del oeste porteño había degenerado en un manojo de seres irascibles, intolerantes, tóxicos. Recuerda Ghazarossian en la cocina de su casa de Villa del Parque: “Qué años… Estallamos. Las sustancias que tomábamos nos estaban quemando el bocho. Patria o muerte es un discazo que fue, también, puro boicot”.

Esa energía -pero ya definitivamente limpia- la vuelca en Acorazado Potemkin, el notable trío que completan Juan Pablo Fernández en voz y guitarra y Luciano Esaín en batería. La banda está celebrando los diez años de ruta en plena grabación del cuarto disco. Como la película de Serguei Eisenstein El acorazado Potemkin, de 1925, clásico absoluto del cine ruso, el trío también se basa “libremente en hechos reales”.

En la tradición de los tríos nacionales –digamos de Manal a Divididos-, respira un aire invariablemente porteño, con una letrística dura que va del apunte social a la descripción de la descomposición de una pareja, con atajos poéticos que tratan de responder cuestiones metafísicas. “Cada vez escribo más", dice. "Ya compuse varios temas para Potemkin. Y no paro de leer. Me gusta la literatura. Toda mi vida leí en los bondis. Tengo un amigo bibliotecario que me aconseja. Me han marcado muchos libros: Adán Buenosayres de Marechal, El que tiene sed de Abelardo Castillo, los poetas malditos, Céline, todo Irving… Ahora estoy en una onda más espiritual, yogui”, deja picando. Volverá sobre el tema.

Que el bajo de una banda como Potemkin esté a cargo de Federico Ghazarossian tiene lógica: es definitivamente un bajo punk y tanguero. En su itinerario musical se pueden advertir gestos y curvas y contracurvas que, bien observados, son como muescas generacionales. Clase '65, despegó del pop/rock de Don Cornelio y La Zona, siguió las migas de pan de Palo Pandolfo en la algo despareja pero sustancial instancia de Los Visitantes (y su merodeo al folklore latinoamericano y al tango), y fue integrante de Me Darás Mil Hijos, aquella agrupación de cámara que podía sonar a fanfarria balcánica o a banda de fox trot. Ahí estaba, siempre invisibilizado por su perfil bajo, Ghazarossian. En algún momento de ese tránsito tuvo una revelación relacionada con la sentencia adjudicada a Aníbal Troilo: había pasado los 30 y sintió que el tango lo estaba esperando. Se fascinó con los yeites de cada época, indagó estilos orquestales, se puso a estudiar y paralelamente fue abducido por la gordura acústica del contrabajo. Logró dejar la cocaína luego, dice, de dos años y medio de psicoanálisis. “Creo que también tuvo que ver haber estudiado contrabajo. Es un instrumento que exige dedicación, concentración. No podés andar intoxicado. Para mí fue borrón y cuenta nueva. Me peleé con el rock y con el bajo. Cuando Palo separó Los Visitantes quedé sin laburo, en plena crisis del 2001. Me dijo que quería ser solista, que quería ser ‘el poeta de Buenos Aires’ y no sé qué. Yo quedé en la lona, mal. Me fugué hacia adelante: decidí estudiar música en serio. Profundicé mi berretín por los graves, por ese sonido hermoso de contrabajo que ni en pedo conseguís con el bajo. Me volví un ente acústico. Me copé con el tango y la música clásica y tomé clases con Oscar Giunta padre y después con Horacio Cabarcos”.

Durante un considerable lapso actuó en tanguerías, y acompañó a todo aquel que necesitara un contrabajista: tocó con el Cardenal Domínguez, con Alfredo Piro, con Pablo Krantz, con Gabo Ferro. “Era extenuante. Lo de la tanguería fue, además, una curso acelerado de tango. Pude vivir de la música por primera vez en mi vida, al menos durante un tiempo”.

¿En la época de Don Cornelio no vivías de la música?

-Para nada.

¿No?

-No, mucho “Ella vendrá”, mucho Revelación del , pero no. Y eso que todavía vivía con mis viejos. Todos esos años trabajé en un garage. Todavía existe, queda en Berutti y Pueyrredón, frente al Hospital Alemán. Nueve horas por día durante 15 años… ¿sabés cómo quedás? Debía acomodar unos 200 coches por día. Adquirí una destreza especial en el manejo de cualquier marca de auto en espacios reducidos, tanto que en una época conseguí un curro genial: me contrataba una consultora para conducir en exhibiciones, en concesionarias. Me pagaban bien.

¿Seguís trabajando?

-Sí, vendo pinceles, rodillos, escobillas. Con Potemkin veníamos bien, pero el cambio de gobierno nos liquidó. Ya sabemos: todo mal con Macri.

TODOS PONEN

En Acorazado Potemkin todos escriben, todos componen, pero la impronta lírica de Fernández –ex Pequeña Orquesta Reincidentes- se impone y es de alguna manera una depuración de la estética urbana de Palo Pandolfo. “He aprendido mucho de Palo, y también ahora de Juan. Él era público de Don Cornelio, me lo recuerda cada vez que puede: Yo te iba a ver… Esas cercanías, sumado a mis propias lecturas, son las que hacen que esté escribiendo cada vez más”.

Muchas de las letras que firma destacan por una búsqueda existencial, por preguntas, conjeturas y algunas certezas. Casi todas se intuyen impregnadas por la reciente muerte de su madre. El no dice que murió. Dice, una y otra vez, “se fue”. “Para mí la gente no muere, reencarna. No creo en la muerte”, dice. Ahí están sus letras del tercer disco de Potemkin: El calor que acaba en el sol, tembló/ El dolor descansa en una flor, adiós/ La pasión te tiene sin control, quemó/ Alma hoy, encanto o razón, lloró (“Humano”); Y no ser más que parte del aire/ Y no ser más que un mensaje en el viento/ Para no ser un equipaje/ que cambia solo el cuerpo (“Soñé”). En el que va a salir este año hay un tema llamado “Una oración más”, que también dedicó a su madre y que, dice, escribió de un tirón en un balcón en Mar del Plata el último verano. “Me salen, y me salen para ella”.

Los discos de Potemkin –Mugre, Remolino y Labios de río- sobresalen en la escena rock por un poderío anacrónico, digamos valvular, y un tratamiento denso, por momentos claustrofóbico. Todo suena a la vieja usanza, como un rasgo de pureza o de resistencia. El sistema de postas con aristas psicodélicas y callejeras en dosis parejas iría, sí, desde todo lo que ideó el genio de Palo Pandolfo en la bisagra que clausuró los ‘80 y abrió los ‘90, pasando por la estilización dark de Pequeña Orquesta Reincidentes hasta llegar al tango punk de la Fernández Fierro o, incluso, de Los Crayones, orquesta en la que también toca Ghazarossian y que se suele presentar en milongas indoors.

Como todo tiene que ver con todo, este viernes 2 de agosto Acorazado Potemkin festejará la década junto con la Fernández Fierro en el Margarita Xirgu y el 23 de ese mes actuará junto a Palo Pandolfo & La Hermandad en el Teatro Bar de La Plata. “Vamos a aprovechar para presentar al menos dos canciones del disco nuevo", informa. "Todavía no tiene título. Siempre es lo último que elegimos”.

Volviste al bajo con Acorazado Potemkin. ¿Dónde quedó el contrabajo y el tango?

-Al tango lo extraño horrores. Con Los Crayones todo bien, pero finalmente es como una banda de rock que toca tango. Está buenísimo, pero es otra cosa. Para mí el tango está compuesto mayormente por pequeñas obras clásicas, con una riqueza armónica que no encuentro en otras músicas populares. El 90 por ciento de las letras me parecen una cagada: machistas, misóginas… Pero el diez restante –las de Expósito, las de Manzi, las de poetas muy contados- son extraordinarias. Y el contrabajo está ahí. Un día me encontré con Juan Pablo Fernández en el cumpleaños de mi amigo Cardenal Domínguez y quedamos en juntarnos para zapar. Nos reunimos, pero yo no pude llevar el contrabajo. Fui con el bajo. Después cayó Lulo Esaín, salieron temas y me di cuenta que solo le podía hacer el aguante a la batería de Esaín, a ese toque tremendo que él tiene, con el bajo eléctrico. Así empezó Acorazado Potemkin.

Para vos significó un regreso al rock denso, sucio. Las fuentes.

-Yo cuando tenía 25 estaba de acuerdo con aquello de Jethro Tull de “demasiado viejo para el rock and roll, demasiado joven para morir”, creía que existía una fecha de vencimiento para el rock. Ahora me parece que no hay edad: si tenés algo para decir, decilo. Con Potemkin se formó un combo muy lindo ya desde el inicio. Anduvimos por todos lados, durmiendo en cualquier lugar con tal de tocar y pelar. Las giras son muy austeras: pasaje, comida, un lugar para dormir, un dinero mínimo y no mucho más. Nos mueve el placer. Los tres nos potenciamos porque todo se basa en el respeto, el amor, la libertad. Cualquiera lleva un tema, y en la sala lo desarmamos entre todos y lo volvemos a armar. Por eso las músicas no aparecen firmadas, son del grupo, es un trabajo colectivo. En Don Cornelio y Los Visitantes padecí bastante que no me reconocieran arreglos, aportes. Acá es diferente; musicalmente diferente, además.

¿Por qué?

-Pienso más los acordes, y funcionamos con Juan como contra cantos. El canta y mi bajo hace el contra canto. O al revés. O trabajan Lulo y Juan, y yo me acoplo. Es un trío, pero trabajamos siempre “dos más uno”. Igual lejos estamos de cualquier virtuosismo: nos interesa la mugre, el rock garagero.

En Potemkin lo llaman “El jefe”. Lo explica Juan Pablo Fernández: “Su liderazgo es silencioso, su oreja es atenta, sus ideas firmes. Y mucho más: es ‘El jefe’ por la generosidad y por las ganas de salir a tocar, siempre. Como me dijo una vez: ‘Para eso me preparé toda mi vida’”. Completa luego Fernández en un mail, y se apoya en una hermosa metáfora: “Muhammad Habbibi Guerra –Rodrigo Guerra- dice que tocar con Federico es como cuando estás empujando tu autito que te dejó en la calle, hacés fuerza y no das más y viene uno con un Fairlane y te dice: ‘Subite, yo empujo, dale, vamos juntos’. Hay que ser un gran compañero para saber que se lleva una banda sobre las espaldas, con todas las ilusiones y miedos que uno le carga a los proyectos colectivos. Y sobre todo hay que ser bajista de alma para hacer eso naturalmente, cuando muchas veces las ideas en un ensayo, las canciones para un disco o la energía en un show necesitan del largo aliento de las personas que están siempre. Esas que no abandonan”.

LAZOS DE FAMILIA

En la casa de piezas vacías suena el Estudio para piano que György Ligeti le dedicó a Pierre Boulez. Ona, una perra flaca y nerviosa que ladra con menos autoridad que temor al visitante, desaparece por un laberinto sombrío de pasillos y habitaciones. “La adopté por default”, dice apenas. “Me gusta correr mientras la saco a pasear”.

Cae la noche en el invierno de Villa del Parque. No son las siete, y la calle Marcos Sastre es el decorado de una ciudad fantasma. Nadie en la calle: el frío empuja hacia adentro de las casas. Ghazarossian es un charlista pasional. En la vereda la entrevista se disgrega en un delta temático. “¿Conocés a King Gizzard & The Lizard Wizard? Tremendos. Tienen dos bateristas, suenan… terribles. Una mezcla, no sé, entre Crimson, Zappa y Captain Beefheart con la desfachatez de Nirvana”. Habla de Salgán, de Cardei, de música contemporánea y de su propia protohistoria como bajista. “Cuando yo era chico mi viejo trajo un disco de Tchaikovsky, el ‘Concierto en Re Mayor para violín y orquesta’ con Christian Ferras. También trajo el primer LP del quinteto de Piazzolla. Esos dos discos me mataron. El rock me llegó recién a través de un primo que me mostró el simple de ‘Ticket to Ride’ de Los Beatles. Estuve un día entero escuchando esa única canción. Después probé tocar la batería que se había comprado mi hermano mayor, hasta que le pedí a mi viejo un bajo. Con mucho esfuerzo, me lo compró. Papá es tanguero, jazzero y ¡le gusta Creedence! Cuando yo era adolescente me llevaba a esas cuevas de jazz, en plena dictadura, donde la gente tomaba whisky y ginebra y fumaba. Recuerdo mi deslumbramiento por Fats Fernández. Después indagué en el rock y me volví loco por Led Zeppelin. Todos querían ser Plant o Page. Yo quería ser John Paul Jones”.

Habla con devoción de su abuelo, un religioso armenio que cantaba en la Iglesia Santa Cruz de Varak. “El nos comulgaba a todos. Cuando murió fue impresionante. Nunca vi a tanta gente llorando frente a un cajón. El me trasmitió la religión y la cultura armenia sin imponérmela. Se escapó de Armenia luego de perder a toda su familia. Sólo se salvó una de sus hermanas, y con ella huyó. Fueron a Francia, a Brasil y de ahí a la Argentina, a Córdoba, donde conoció a mi abuela, que había escapado antes.

¿Militás por la causa armenia?

-Mirá, conviví con el fantasma del genocidio desde siempre. Mis abuelos me contaban cosas terribles, como qué significa vivir una semana escondido debajo de un cadáver. Esas “cositas”... ¿entendés? Muy pesado. En la adolescencia hice un quiebre: no lo soporté más. Además soy y siento como argentino, me identifico con las causas de acá. Con los genocidios que ocurrieron acá, con la causa de los pueblos originarios. Ahora volví a los orígenes: me acerqué a la comunidad, curto la comida, voy a las marchas.

¿Te preguntaste por qué ese regreso al origen?

-Bueno, el tiempo pasa. Mi mamá se fue, mi viejo está muy grande. Uno se va quedando solo. Hay algo misterioso que tiene que ver con la identidad, la sangre. A mí no me interesa ser Jaco Pastorius, me interesan otras cosas…

Su mirada se pierde, como si hiciera un recuento mental de esas “otras cosas”. Federico Ghazarossian parece ser, finalmente, un bohemio irredento en la búsqueda eterna. “Desde la época de Don Cornelio que estoy de aquí para allá… ¿Quién no está en la búsqueda?”, pregunta.

Siempre se habló del regreso de Don Cornelio… ¿Qué opinás?

-Hubo tres intentos. Y terminó siempre mal… Nos peleamos ya desde el momento de la confección de la lista de temas. No hay caso, loco, no fluye. Y cuando no fluye, no hay con qué darle. No me parece bueno volver. Tal vez soy demasiado idealista. La gente nos pide que regresemos, eh. A cada paso, desde siempre. Pero ¿para qué? Es otra época, somos otros, cambiamos. No querría lucrar con algo tan importante. Sería manchar una historia que ya fue. Lo haría, quizás gratis. Pero tampoco.

¿Imposible?

-Imposible. No da. Por suerte existe Acorazado, la música, los amigos. Donco es el ayer, Potemkin el presente. Y si proyecto hacia el futuro, lo que veo es una casita en el medio de la nada, bien lejos de Buenos Aires, bien lejos de esta locura, leyendo, escribiendo, metido en el viaje de la música, con mis bajos y contrabajos. No creo necesitar mucho más.