Desde Río de Janeiro

Desde el primer día de este año de puras tinieblas, cuando el ultraderechista Jair Bolsonaro asumió la presidencia brasileña, el país viene enfrentando vuelcos drásticos a cada día que pasa. La vorágine destrozadora impulsada desde el sillón presidencial no tiene límites.

Al no lograr hacer aprobar en el Congreso cambios en la legislación de protección ambiental, Bolsonaro no dudó en aflojar la fiscalización. Resultado: la devastación en la Amazonia aumentó de manera exponencial en junio. Otra amenaza ambiental vino con la liberación del uso de nada menos de 262 nuevos agrotóxicos desde su llegada al palacio presidencial. Además, cambiaron las reglas de clasificación de riesgo de esos productos químicos altamente tóxicos, para facilitar su uso.

Y la ola de retrocesos sigue: la educación, en especial las universidades nacionales, sufrió un corte brutal en su presupuesto. Resultado: muchas corren el serio riesgo de, a partir de septiembre, no tener cómo pagar servicios básicos como luz, agua y limpieza.

El ministro de Educación, Abraham Weintraub, que comete serios errores al hablar y escribir, dice que la salida es buscar recursos en la iniciativa privada. ¿Privatizar las escuelas?

También en el campo cultural hay una tensión fuerte, al desaparecer los auspicios de empresas estatales. Con Bolsonaro la Petrobras, que llegó a ser la principal patrocinadora de artes en Brasil, cortó su programa de incentivo a la cultura. Y el presidente dice que pretende controlar de cerca la producción audiovisual, el cine principalmente, "por respeto a las familias".

Las privatizaciones avanzan: la misma Petrobras vendió el control accionario de la BR-Distribuidora, la mayor de Brasil, y anunció que otras subsidiarias seguirán en mismo camino. Se preparan más privatizaciones en los sectores de energía, bancos, correos, lo que sea.

En semejante escenario, la política externa brasileña no se iba a salvar. Y en este caso específico, el vuelco es tremendo, empezando por el alineamiento absoluto a lo que dice y quiere Donald Trump.

Para dejar clara su ausencia total de límites, Bolsonaro oficializó el nombramiento de su hijo Eduardo, diputado federal, como embajador en Washington.

Al anunciar la medida, argumentó que Eduardo viajó mucho, habla inglés y tiene muy buenas (y desconocidas) relaciones con la familia Trump. El indicado, a su vez, presentó sus credenciales: habla inglés (muy mal, pero cree que bien), vivió seis meses en Estados Unidos y llegó a freír hamburguesas.

El nombramiento del hijo presidencial tendrá de ser aprobado por el Senado. No hay antecedente alguno, en la historia brasileña, de iniciativa semejante.

El ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araujo, dijo apoyar plenamente la idea. Se trata del mismo ministro que, con total respaldo tanto de Bolsonaro como del hijo presidencial, viene desmantelando una solidez diplomática construida a lo largo de más de un siglo, y que siquiera durante los 21 años de la dictadura militar (1964-1985) fue tan agredida.

Araujo defiende ávidamente lo mismo que el presidente ultraderechista: una ruptura definitiva con cualquier cosa que considere de izquierda y tener como única opción el rescate de "valores cristianos y occidentales".

En una iniciativa irremediablemente contradictoria, bajo su comando Brasil se alejó de las principales democracias occidentales para juntarse a países como Arabia Saudita, Paquistán, Bangladesh, Egipto y Afganistán en votaciones de la ONU sobre mujeres.

El ministro reitera que la nueva postura brasileña en los foros internacionales tiene orientación clara, y menciona como ejemplo posicionarse contra iniciativas que lleven a "sexualizar la infancia". No aclara a qué iniciativas de la ONU se refiere.

Enemigo radical de lo que llama "globalismo", Araujo ofrece total resistencia a las posiciones más avanzadas de la política exterior de las últimas décadas. Muestra obsesión por ciertos temas y promueve cambios extremos. Por su adhesión a acuerdos y tratados en defensa de las minorías, Brasil se posicionaba, hasta ahora, en la vanguardia del mundo. Ha sido, por ejemplo, el primer país del mundo en proponer, en 2003, una resolución de la ONU sobre derechos humanos y orientación sexual.

Una amenaza, acorde a Bolsonaro y su ministro, a las tradiciones de la familia.

Contra la mejor tradición brasileña, Araujo se abstuvo en la votación que determinó que la ONU investigue la política de guerra a las drogas llevada cabo en las Filipinas, y que en tres años provocó más de 27 mil ejecuciones sumarias de sospechosos de narcotráfico.

Otra obsesión de la nueva política externa brasileña es dar duro combate no al calentamiento global, sino a quienes alertan sobre su existencia.

Para Araujo, los cambios climáticos son parte de una ‘trama marxista’ para dominar el mundo. Y refuerza su tesis extravagante con un ejemplo personal: en mayo – plena primavera – él estuvo en Italia, y el mes anterior el país había pasado el abril más frío en 70 años. ¿Calentamiento global?

Sería risible, pero va en serio. Una tragedia.