Orgulloso integrante del contingente de documentales nacionales presentados en estricta primera persona, el primer largometraje de Lucía S. Ruiz forma parte del subgrupo de relatos cinematográficos cuya atención se concentra en una simple hoja o en varias ramas del árbol genealógico familiar, la clase de films que suelen utilizar los nombres propios y las anécdotas íntimas como reflejo de la Historia con mayúscula. Esa película que llevo conmigo parte de un viaje que la directora realizó durante su adolescencia, hace casi dos décadas, junto a su abuelo paterno, un periplo europeo que incluyó la visita al terruño de sus ancestros en España. Pepe fue un “niño de la guerra” y, como muchos de sus familiares cercanos, con sólo seis años se vio obligado a escapar de los horrores de la Guerra Civil Española. Partiendo desde Madrid y luego de un extenso periplo lleno de vicisitudes por la vecina Francia, terminaría recalando en Argentina, donde un nuevo tronco comenzó a echar raíces.

A ese tronco pertenece Lucía Ruiz, baqueana y al mismo tiempo detective de los misterios y secretos a voces que rodean la figura de su abuelo, ya fallecido, como así también la de aquellos que permanecieron en su tierra natal, surcada en aquellos años por la sangre de propios y ajenos. A partir de las imágenes en VHS de ese viaje con algo de iniciático, Ruiz comienza a desandar la historia de sus propias raíces, marcando en un tapiz improvisado las líneas de padres y madres, hijos e hijas, tías y abuelos, delimitando cercanías y lejanías, singularidades y rasgos compartidos. La pertenencia o no al Partido Comunista del bisabuelo, las visitas temporales de un tío segundo o una prima, los recuerdos de infancia de aquellos primeros brotes nacidos en suelo americano son registrados en diversas entrevistas. El padre de la realizadora es una de las voces recurrentes en el relato oral que va ordenando la estructura de la película.

 

En un viaje a Europa más reciente, la cronista conversa con miembros lejanos de la familia, átomos de una micro diáspora, en un intento de armar el rompecabezas de su propia identidad. En Francia, un anciano que no ha perdido su acento hispano original, relata el encuentro –siendo niño exiliado, en una tierra desconocida, con hambre y sin comprender el idioma– con una mujer que terminaría dándole techo, comida y un inesperado beso. “El primer beso en mucho tiempo, desde la última vez que había visto a mi madre”, detalla, en uno de los momentos más emotivos. Poco después pronunciará la frase que le presta su título al film, concepto ligado a todas esas imágenes que el paso de las décadas no ha logrado borrar de la memoria, como si se tratara de una película mental cuyos fotogramas no han perdido nada de su intensidad original. Esa misma película que la realizadora construye a partir de los recuerdos –los buenos y también los malos–, de los afectos y de ciertas emociones que se creían olvidadas.