Cuando Petra Costa nació, en Brasil no se podía votar: había una férrea dictadura que gobernó el país carioca entre 1964 y 1985; es decir, por más de dos décadas. Costa sabe bien lo que significó ese gobierno de facto y los militares en las calles: sus padres fueron militantes del Partido Comunista en aquellos años oscuros y tuvieron que sobrevivir mucho tiempo en la clandestinidad. Como si se tratara de una grieta –que tan bien conoce la Argentina-, pero familiar, la mitad de su familia es de derecha y parte de la élite económica brasileña. Sus padres, en cambio, fueron perseguidos por quienes Charly García denominó los “botas locas”. No es casual que con esa historia familiar, Costa quisiera contar la etapa más gloriosa de su país, cuando el ex obrero metalúrgico y líder sindical, Luis Inácio Lula Da Silva, fue electo presidente dos veces y en ocho años de gobierno logró que 20 millones de brasileños dejaran de ser pobres, entre otras grandes hazañas. Pero así como quiso narrar el ascenso, también cuenta la caída a través del impeachment a la sucesora de Lula, Dilma Rouseff, y los posteriores efectos del Lava Jato, producto de una premeditada alianza entre la derecha brasileña y el “Partido” Judicial, que contaron con un quirófano mediático para poder voltear a la presidenta democrática. Y también así se evitó el retorno al poder del líder más carismático que tuvo Brasil. Todo eso, Costa lo narra en su documental Al filo de la democracia, que se puede ver actualmente en Netflix.

Narrado en primera persona, el film tiene como estructura sonora la voz en off de la directora, quien al estilo de una investigadora meticulosa, va relatando la campaña contra el Partido de los Trabajadores (PT), la operación Lava Jato, el panquequismo del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), la ausencia llamativa de partidos del centro, las protestas callejeras de 2013, el proceso judicial contra Lula, el juicio político contra Dilma, para desembocar en el crecimiento del ultraderechista Jair Bolsonaro, actual presidente del país. Vale recordar que al momento de la competencia con Lula libre, Bolsonaro sólo contaba con el 15% intención de voto. Algo muy rescatable del documental de Costa es que no ahorra críticas con respecto al PT, al que le cuestiona cierta tibieza para no caer en los infiernos de la corrupción en que se vieron hundidos la mayoría de los partidos políticos del Brasil. Sin embargo, la directora no es ingenua y no confunde vacas con chanchos: deja claro que lo sucedido con Lula y Dilma tuvo ribetes de golpe de Estado judicial y legislativo.

En el momento de mayor conflicto, cuando Dilma era presidenta y Lula iba a transformarse en su jefe de gabinete, una conversación privada entre ellos fue el puntapié de una operación feroz que terminó quitando al fundador del PT del tablero político. Llamativamente, esa grabación estuvo en manos de las corporaciones mediáticas que ayudaron a encarcelar a Lula y, en parte, antes a voltear a Dilma. A las seis horas de haberse producido el diálogo telefónico entre los dos políticos ya estaba siendo difundido públicamente. Luego vino el proceso contra Lula -que en el documental es narrado por Costa con ritmo de thriller-, quien fue acusado de haber recibido un departamento en la Operación Lava Jato. A pesar de que nunca pudo comprobarse, el juez federal Sérgio Moro, logró ponerlo tras las rejas y de esta manera se evitó que el hombre que puso de pie al Brasil pudiera competir nuevamente por la presidencia. Hay que entender el contexto: era el favorito en las encuestas. El terreno quedó allanado para que un xenófobo y misógino asumiera el poder. Actualmente, Moro cobró el favor: es el ministro de Justicia de Bolsonaro. “Hoy, al sentir la tierra abrirse, temo porque nuestra democracia no haya sido más que un sueño efímero”, señala Costa, casi al principio del documental, pero que bien podría funcionar como cierre. Cómo se pasó del sueño a la pesadilla es parte del recorrido que realiza el documental. Y las imágenes de Lula alzado en una verdadera marea humana que le pide que no se entregue, mientras en otro sector de la ciudad están los que gritan por su encarcelamiento, permite entender que la Argentina no pagó derechos de autor por la grieta: Brasil es también un espejo en ese sentido. De algún modo, en el terreno político, la injusticia no es sólo brasileña.

Costa parece preguntarse a sí misma qué pasó para que a un hombre que terminó la presidencia con el 87% de imagen positiva le coartaran su carrera política de esa manera. Y brinda los argumentos de las traiciones políticas de los aliados del PT que lo dejaron en una encerrona sin destino político. Pero fue una caída que tuvo mucho de complot para que pudiera concretarse.

Ese entrecruzamiento constante entre lo público y lo íntimo es el tono que Costa les propone a los espectadores para contar los episodios en los que, a pesar de que no hubo muertos, sí tuvieron mucho de tragedia, y que hicieron sacudir al Brasil contemporáneo, como si se tratara de un sismo violento. “¿De dónde sacar fuerzas para caminar entre las ruinas y comenzar de nuevo?”, dice, a modo de interrogante, la voz en off de la directora. Eso sólo lo sabe Lula. A juzgar por los hechos, la batalla interior continúa. Como dice el dicho: no está muerto quien pelea.