Durante mucho tiempo, empezar a escribir antes del amanecer se volvió una necesidad. Tenía hijos muy chicos y necesitaba usar el tiempo antes de que dijeran “mamá”, y eso era alrededor de las cinco de la mañana. Muchos años después, cuando dejé de trabajar como editora en Random House, me quedé en casa por un par de años. Descubrí cosas sobre mí misma en las que nunca había pensado antes. Al principio no sabía cuándo quería comer, porque siempre había comido cuando era el momento del almuerzo, la cena o el desayuno. Los chicos y el trabajo habían condicionado todos mis hábitos. No conocía los sonidos de mi propia casa, me sentía un poco desorientada. Esto ocurría alrededor de 1983, estaba ocupada escribiendo "Beloved", y eventualmente me di cuenta de que tenía la cabeza más clara, tenía más confianza y en general era más inteligente a la mañana. El hábito de levantarme temprano, que había formado cuando los chicos eran muy pequeños, ahora se convirtió en mi elección. No soy muy brillante ni muy ingeniosa cuando cae el sol.

Siempre quise ser una lectora, no pensaba en ser escritora. Creía que todo lo que era necesario escribir ya se había escrito, o se escribiría. Sólo escribí mi primer libro porque tuve la sensación de que ese libro faltaba, no existía, y quería leerlo cuando estuviese terminado. Soy una lectora muy buena. Amo leer. Es lo que hago, realmente. El elogio más importante en el que puedo pensar es escribir algo que pueda ser leído. La gente dice “escribo para mí” y suena horrible y narcisista, pero de alguna manera, si uno sabe leer su trabajo, es decir, con la necesaria distancia crítica, eso te hace un mejor escritor y editor.

Me di cuenta de que tenía el don de ser escritora muy tarde en la vida. Siempre pensé que tenía la facilidad porque la gente me lo decía, pero su criterio solía no ser el mío. No me interesaba lo que decían, en verdad, no significaba nada. Cuando estaba escribiendo "Song of Solomon", mi tercer libro, empecé a pensar que esto sería una parte central de mi vida. Otras mujeres lo han hecho en la historia, pero es difícil para una mujer decir “soy escritora”. Bueno: ya no lo es, pero ciertamente lo fue para las mujeres de mi generación, mi clase y mi raza. El punto es que una se está moviendo hacia afuera del rol de género. No estás diciendo soy una madre, soy una esposa. O, si estás en el mercado de trabajo, soy una profesora, soy una editora. Cuando te movés hacia “escritora”, ¿qué significa? ¿Es un trabajo? ¿Es una forma de ganarse la vida? Es intervenir en un terreno que no resulta familiar, en el que una no tiene una procedencia. En aquel momento, personalmente no conocía a ninguna otra mujer escritora exitosa; el terreno parecía reservado para los varones. Así que una esperaba ser una especie de persona pequeña en los márgenes. Era casi como si hubiese sido necesario un permiso para escribir. Cuando leo biografías y autobiografías de mujeres, incluso relatos de cómo empezaron a escribir, casi todas tienen esta pequeña anécdota que habla del momento en que alguien les dio el permiso de hacerlo. Una madre, un esposo, un maestro, alguien, dijo OK, adelante, podés hacerlo. Eso no quiere decir que los hombres nunca hayan necesitado ese empujón; con frecuencia, cuando son muy jóvenes, un mentor dice: sos bueno, y ellos van hacia adelante. Eso si, la autorización se daba por hecho. Yo no podía. Era todo muy extraño. Así que incluso cuando sabía que escribir era central en mi vida, que era donde estaba mi mente, donde me sentía mas a gusto y donde se encontraba el mayor desafío, no lo podía decir. Si alguien me preguntaba, ¿a qué se dedica?, yo no decía, oh, soy escritora. Decía soy editora, soy maestra.

Es importante saber para quién se escribe. Cuando alguien como Frederick Douglass escribía un libro, estaba escribiendo para gente blanca, legítimamente, porque quería que se comportaran, quería liberarlos. Esos eran sus lectores. Para mi no lo son. Tolstoi no escribía para jovencitas de Ohio. Escribía para rusos, ¿o no? Yo escribo para, acerca de y sobre gente negra. Y si lo que escribo es lo suficientemente bueno, va a ser leído y apreciado por gente que no es afroamericana. Esa es la manera sencilla de explicarlo. Pero también hay una cuestión central: creo que somos interesantes. Lo que la gente fuera de Estados Unidos, particularmente en Europa, piensan de mi país, lo que les gusta en general, es algo que viene de la cultura negra. Es el jazz. Es incluso el lenguaje. No se puede pensar en este país sin nosotros. ¡Yo no lo visitaría! Aparecí con mi primer libro tratando de decir: “El rascismo duele de verdad. Si querés ser blanco y no lo sos, si sos joven y vulnerable, puede matarte”.

Leí muchas narrativas sobre la esclavitud para "Beloved", pero no tanto para obtener información porque sabía que debían ser autenticadas por los patrones blancos, que no podían decir todo lo que querían porque no podían alienar a su público; tenían que guardar silencio sobre ciertas cosas. Iban a ser todo lo buenos que podían dadas las circunstancias y también revelar lo más posible, pero nunca iban a decir cuán horrible era. Decían: “bueno, fue realmente espantoso, así que vamos a abolir la esclavitud y la vida puede seguir”. Sus narrativas debían ser muy modestas. Así que aunque investigaba los documentos y sentía familiaridad con la esclavitud --al mismo tiempo que me sentía abrumada--, quería que se sintiera de verdad. Quería traducir lo histórico a lo personal. Pasé un largo tiempo tratando de entender qué tenía la esclavitud que la hacía tan repugnante, tan personal, tan indiferente, tan íntima y sin embargo tan pública.

En la lectura de algunos documentos noté frecuentemente referencias a algo que nunca se describía con precisión. La “cosita”. “El pedazo”. Esta "cosa" se ponía en la boca de los esclavos para castigarlos y hacerlos callar, al mismo tiempo que les permitía trabajar. Pasé mucho tiempo tratando de averiguar qué forma tenía, cómo se veía. Me la pasaba leyendo testimonios que eran como “le puse el pedazo a Jenny” o lo que cuenta Equiano, que dice, “fui a la cocina y vi a una mujer sentada junto a las hornallas que tenía un freno en su boca”. Y me preguntaba, ¿qué es eso? Alguien me lo explicó y me dije: nunca vi algo tan horrible en toda mi vida. No podía imaginarme la cosa: ¿era similar al freno de los caballos o qué?

Finalmente conseguí unos dibujos en un libro que describía las torturas de un hombre a su esposa. En Brasil y en otros lugares de Sudamérica también los conservaban como recuerdo. Pero mientras estaba investigando se me ocurrió algo: que este artefacto, este objeto personalizado de tortura, era un descendiente directo de la Inquisición. Y me di cuenta de que, por supuesto, no era algo que se pudiese comprar. No se puede pedir por correo el objeto personalizado para tu esclavo. Tenés que confeccionarlo. Hay que ir al patio y reunir algunos elementos y construirlo y después ajustarlo a la persona. Todo el proceso tenía una característica muy personal para la persona que lo fabricaba y también para la persona que lo llevaba puesto. Después me di cuenta que describirlo nunca iba a poder ser efectivo: que el lector no necesitaba tanto verlo, necesitaba saber cómo se sentía. Me di cuenta de que era importante imaginar a ese artefacto como un instrumento activo y no simplemente como una curiosidad o un hecho histórico. De la misma manera, quería mostrarles a los lectores no cómo se veía la esclavitud, sino cómo se sentía.