El hecho electoral del último domingo es irreversible. La presunción de que desde aquí a octubre pudiera producirse una súbita reconciliación social con el gobierno de Macri luce un poco problemática. Eso no quiere decir que no habrá campañas electorales, las habrá. Pero puede pensarse que no serán el centro de la atención política; es absolutamente más importante la fórmula de gobernabilidad política que se pondrá en marcha desde aquí hasta el 10 de diciembre. Una fórmula de gobernabilidad política significa evitar que el barco quede a la deriva, bajo el timón de un presidente que a sus conocidas debilidades de carácter le agregue una grave y creciente indignación de gran parte del pueblo con sus políticas.

El acontecimiento del último domingo no debería medirse exclusivamente en términos de porcentajes electorales. La noticia, claro, es la contundencia de las cifras. Pero el significado político de un acontecimiento no se mide en cifras, tiene una calidad específica. En este caso el acontecimiento fue sorpresivo, nadie públicamente había anunciado la posibilidad de su aparición. Las cifras mágicas de nuestra civilización -las encuestas- auguraban una situación de paridad, matizada por algunas que ampliaban más o menos levemente las ventajas numéricas del Frente de todos respecto del oficialismo. Nadie se animó a insinuar la posibilidad de lo que realmente fue. Es decir que lo que ocurrió no puede ser livianamente considerado un error de muestreo de las empresas del ramo. Lo que emergió es un nuevo mapa social y político que nadie previó, por lo menos públicamente. El nombre de lo que emergió podría llamarse la ruptura de un pacto. Un pacto que se estableció en 2015 y sobrevivió un tiempo del gobierno de Macri estalló definitivamente el domingo. Y lo hizo con una armonía nacional asombrosa: ninguna región, ninguna provincia dejó de sacudirse. El oficialismo ganó solamente en la ciudad de Buenos Aires y en la provincia de Córdoba, en ambos casos por distancias marcadamente inferiores a las registradas hace cuatro años. Por supuesto que habrá diferencias específicas de orden regional y municipal que puede una mirada más profunda pueda revelar, pero lo que aquí se intenta subrayar es el carácter nacional del acontecimiento, de la ruptura del pacto. Un pacto que decía que cualquier cosa podía aceptarse con tal de que no vuelva “lo anterior”. Era el pacto con lo que los encuestadores llaman los “independientes”. Es decir de las personas que no se enrolan en ningún “extremo”, según la jerga mediática que también perdió el domingo. Esas personas son las que generalmente inclinan la balanza electoral.

Sin embargo lo que en realidad se desplaza es el conjunto del humor social, hasta tal punto que termina de mover en una u otra dirección a los independientes (o indiferentes). No es un proceso molecular, es un movimiento colectivo. Lo que se vivió fue la expresión electoral de un movimiento que hizo la sociedad argentina como conjunto. Y que consiste en la decisión de no admitir más la extorsión que obligaba a mantener el apoyo o la resignación al gobierno “si no queremos ser Venezuela”. Se rompió el mito fundante del macrismo, la identificación de Cristina y sus seguidores con el mal absoluto, que abarca desde el terrorismo mundial hasta la cantidad de gente que vive sin trabajar en este país. El proceso de gobierno de Macri fue carcomiendo el atractivo de ese mito. La elección puso en acto su crisis.

El gobierno fue, hay que insistir, un factor muy importante de esta ruptura, dados los retrocesos generales provocados por su política. El otro factor central fue el proceso que desencadenó la decisión de Cristina el 18 de mayo último, la de promover la candidatura de Alberto y “aceptar” el lugar de vicepresidenta. Fue el momento decisivo del último tramo de nuestra vida política. No porque haya inventado el proceso de unidad de la oposición, que se insinuaba y se desarrollaba desde antes, sino por destrabar el mecanismo que lo condicionaba, que era justamente la base del mito macrista. Hablamos del peso que en la estructura justicialista tenía el veto a la figura de la ex presidenta, sostenido en términos parecidos a los de la retórica de Marcos Peña. Claro que ese veto se había ido debilitando en un proceso de mutuo acercamiento con importantes cuadros políticos y sindicales. Un proceso, dicho sea de paso, que es inseparable de la adhesión popular que conservó y amplió Cristina. Lo cierto es que la unidad de la oposición fue lo que galvanizó la ruptura del mito macrista que venía madurando en el país.

Ahora, además de registrar el hecho hay que pensar en sus consecuencias. La principal consecuencia es que el “simulacro”, la “encuesta nacional” que eran las PASO para sus detractores, no ha sido una lucha preliminar sino que ha creado una realidad política totalmente nueva. No fueron nada más que el antecedente para nuevos movimientos tácticos partidarios sino el comienzo de una compleja transición política. Al gobierno, profundamente debilitado como está, le quedan cuatro meses de gestión. Y las horas que estamos viviendo nos dicen qué tipo de cuatro meses serán. La política argentina tiene que enfrentar el problema de la gobernabilidad durante el próximo período. Y acá la palabra gobernabilidad no es usada en sus significados clásicos (la “estabilidad de los mercados”, la “seguridad jurídica” de los inversores y eufemismos parecidos, concebidos para nombrar el derecho de propiedad de los inversionistas financieros). Se usa la palabra como la capacidad de mantener un orden político básico y de asegurar condiciones básicas de vida a sus ciudadanos. Este gobierno se caracterizó por la irresponsabilidad por las consecuencias de sus actos, como no sea visto de modo excluyente desde la perspectiva de los minúsculos sectores más poderosos de la sociedad argentina. Y a este gobierno le corresponde pilotear una etapa muy difícil para el país.

La situación es de enorme complejidad. El gobierno actual es enteramente responsable de esta situación. Fue su política y no la herencia de los gobiernos anteriores lo que nos llevó a este lugar. No puede pedirse a la oposición que se haga cargo de la situación. Pero tampoco puede la política quedarse pasivamente mirando el deterioro progresivo de la nación y el daño tremendo que se le inflige a su pueblo a la espera de diciembre. En Argentina empezó una transición y tenemos que ser conscientes de eso.