Muchas personas, tal vez muchísimas, tenían en claro ya antes del once de agosto que en las mismas Paso se jugaba una apuesta que la República no conoció nunca desde, por lo menos, 1983.

El aplastante triunfo del frente que lidera Alberto Fernández confirmó esta apuesta de manera más que sorprendente. Esta apuesta --digámoslo-- consiste en definir qué tipo de país será la Argentina del futuro y sólo hay --nos guste o no-- dos posibilidades, ambas excluyentes. O nos transformamos en un país que prefiere la soberanía y el bienestar social o nos resignamos a ser una colonia con falsa autonomía política y franca dependencia económica.

Los cuatro años de macrismo vividos hasta hoy son una muestra casi perfecta de esta última variante. La catástrofe cultural planetaria que viene adueñándose de la subjetividad “antipolítica” a favor de ilusiones individuales mayormente incumplibles, ha hecho y está haciendo estragos en la Argentina de hoy, un país arrasado por la deuda externa y la alta e incesante especulación financiera.

Con todo, a la vista de los más que estimulantes resultados de las primarias, esa domesticación de la subjetividad (más que visible en cualquier parte del mundo) no parece haberse adueñado completamente de los argentinos; dicho de otro modo, el “Big Data” no pudo contra la mirada “humana”.

No voy a repetir aquí lo que se dice permanentemente sobre los detalles del derrumbe económico, baste con señalar que estamos ahora mucho más pobres, más escandalosamente endeudados y más desprotegidos que nunca.

Marketing y gerenciamiento contra política y gobierno son las dos sustituciones fatales que empujan esta realidad fantasmal hacia abismos de profundidades incalculables. Los enormes negocios que un grupo limitado de operadores viene haciendo día a día desde diciembre de 2015 con socios internos y externos marcan el verdadero y único “espíritu” de esta gestión formalmente democrática pero ajena y totalitaria en sus procedimientos más evidentes.

El resto --los discursos incomprensibles de Macri, sus errores, sus mentiras reiteradas, sus nociones confusas-- son palabra vacías de todo contenido, ejercitada indiferencia por el conocimiento, repetición de consignas naturalmente falsas y una tendencia inocultable a disolver los destinos de la nación dejándolos en las manos de los intereses económicos y políticos tradicionalmente rentistas digitados por sectores minoritarios, sobre todo exportadores y su socios extranjeros.

Paralelamente, la abrumadora presencia del Poder Judicial en la trama institucional habla más de un Estado de Excepción que de un Estado de Derecho.

Es evidente que la idea central (si hay alguna) consiste en liquidar la ciudadanía democrática para exaltar la insostenible presencia del individuo “libre”, preferentemente “apolítico” y convencido de que él --o ella-- es el único y genuino dueño de su destino en un mundo de “emprendedores” para quienes, entre otras cosas, política y corrupción son indiscutibles sinónimos.

Este discurso tramposo repetido hasta el cansancio y basado en falsas verdades --o verdades “estropeadas”-- se ha constituido en el arma tenaz del arsenal mediático. Su vigencia, envuelta en una especie de celofán frívolo y clasista pone al desnudo el peligro de la situación en la Argentina.

Por eso estas elecciones se han vuelto cruciales; es gracias a ellas que una buena parte de los argentinos podrán discernir hasta qué punto por la vía correcta (votando) se puede llegar al infierno, ya que no es la democracia la que falla sino aquellos que la utilizan de manera perversa.

Y es gracias a ellas, con el triunfo de la oposición --como ya pudo verse el domingo 11 de agosto-- que Argentina podrá reconstruirse. El punto central será ahora cuidar el camino a octubre y ver en qué condiciones llegamos, ya que, por lo visto, a Macri y a su grupo este tema no les preocupa para nada: la culpa de lo que ocurra la tienen los votantes, no ellos que desencadenaron la mayor crisis política y financiera de las últimas décadas.