Desde Barcelona

UNO Otra semana que pasa, ya están aquí los Oscar, y Rodríguez sigue sin ver la multi-candidateada y (aunque después de Trump nunca se sabe) seguramente mega-triunfadora La La Land, de Damien Chazelle: director de la también laureada Whiplash, a la que Rodríguez se refiere como “An Officer and a Gentleman and a batería”. Y no es que no lo haya intentado. De hecho, la tarde del estreno, Rodríguez llegó hasta la puerta del cine cuando, de la función anterior, vio salir a parejitas y parejotas sonriendo, dando pasitos de baile y tarareando, tomándose selfies en esa posición del poster para enseguida transmitirlos atrapados por la histeria del incendio digital y la llamarada telefónica. Sí: ese what a feeling que obligaba a ver La La Land para ser alguien y hasta fantasear con la idea (ya trend local; las cifras de alumnos inscriptos suben para, seguro, bajar en unos meses) de apuntarte a clases de canto y claqué. Ese viernes, en cambio, Rodríguez acabó entrando a ver Train to Busan, una de zombies coreanos. En su segunda aproximación fallida se desvió hacia Nocturnal Animals, con Amy Adams (Rodríguez va a ver cualquier cosa que contenga una Amy Adams) y con familia destrozada por degenerados al costado del camino y matrimonio en caída libre. A la tercera no fue la vencida y Rodríguez se metió silbando bajito en Split, la nueva de M. Nigth Shyamalan, con psycho-killer mutante. ¿Puede detectarse una tendencia en las elecciones alternativas de Rodríguez a la hora de NO ver el musical de moda? “¡¡¡Seguro que sí!!!”, responden todos. Y de pronto se ponen a cantar y a bailar entre las butacas.

DOS Y la cosa –como casi todo– viene de la Antigua Grecia. Pero el musical-musical (como el western, ese otro género que se va sólo para poder volver) es algo definitivamente Made in USA. Algo, por suerte esporádicamente, a veces intentado en otras latitudes para así acabar ofreciendo el placer culposo de la vergüenza ajena al espectador. Pase lo que pase y entre quien entre, Broadway es la Meca y el Vaticano y con lo que se sueña desde Bollywood hasta la Gran Vía. Así, el celuloide anfetamínico y caleidoscópico de Busby Berkeley distrajo a los hundidos en la Gran Depresión. Astaire & Kelly fueron y siguen siendo el Superman y el Batman de la cuestión con letras y músicas de Porter & Gershwins & Berlin & Rodgers & Hart y Lerner & Loewe. Los metamusicals sobre el armado y desarmado de modelos para bailar y cantar de los 80s (Fame, All That Jazz, A Chorus Line, Footlose, Flashdance, Can’t Stop the Music, Dirty Dancing, Xanadu y una cosa con lo que de tanto en tanto Rodríguez tiene pesadillas llamada El Exilio de Gardel) no le hicieron ni le hacen ni le harán sombra a la para siempre encandiladora perfección formal de la apenas nominada a dos Oscar (que no ganó) Singin’ in the Rain. Tampoco, ah, las apolíneas mutaciones de Sondheim y Potter y Demy y hasta Woody Allen. Menos aún (respondiendo al estímulo de Quijotes, pandilleros pseudo-veroneses, desnudos calcutianos y peludos, Mesías Jesús y mesiánica Evita, febriles y sabatinos disco-kings y el horror-camp-glam del Rocky Horror Show) el vale todo en el que, de pronto, todo podía musicalizarse y coreografiarse: novelas de Victor Hugo, poemas de T. S. Eliott, películas con Gloria Swanson o de Mel Brooks y de Federico Fellini, leones y bellas bestias de Disney, reescritura de La Bohéme, judíos marca Singer y motocicletas marca Prince, estribillos de ABBA o de Queen y próceres rapeantes. Y Rodríguez sueña con el estreno de La metamorfosis o de Godot: Guess Who’s Not Coming to Sing and Dance y, seguro, del ahora inevitable 1984 incluyendo a ese himno instantáneo titulado “(I’ve Had) The Year of My Life”.

TRES En lo que hace al cine, nada que temer: en el principio fue The Jazz Singer, siempre funcionará ese “¡Hey, formemos una banda!” o aquel “¡¿Papá, no entiendes que soy un artista?!” (The Commitments, Sing Street así como aberraciones irresistibles como Showgirls, Burlesque, Purple Rain o Across the Universe). Liza Minellli en Cabaret y New York, New York (ésta última con más de una nota en común con La La Land) seguirá estando en lo más alto de la pila. Y el presente se reparte entre biopics de estrellas melodiosas y bailes del momento como el breakdance o la lambada, el kitsch de luxe de Baz Luhrmann, estudiantinas secundarias, y remakes de lo vintage con el rostro/sabor de la semana. 

Y Rodríguez sigue sin ver La La Land; pero yo sí la vi. Angelina y desangelada. Entro para escaparme de tanto Infanta & Urdangarin en el aire pero pronto a la sombra (ahí hay un musical a desafinar). Y salgo de ahí dentro desconcertado (Rodríguez sale al mismo tiempo de la sala de al lado, feliz luego de Split) y me digo que nunca tantos le otorgaron tanto a tan poco. De acuerdo: Ryan Gosling y Emma Stone (cuya buena química ya se podía disfrutar en Crazy, Stupid, Love) pegan bien. Y el chico tiene esa sonrisa torcida y la chica esa voz grave. Pero ninguno de los dos descolla en lo que hace a garganta y pantorrillas. Y el resto no hace más que confirmar el que vivimos en la época de placeres inmediatos y en la edad de la fotocopia. Sobrevalorar y reciclar son, en principio, los verbos. Aquí y ahora impera la escasa pero profunda concentración en algo por un ratito (¿alguien se acuerda de la fallida pero tanto más arriesgada One from the Heart de Francis Ford Coppola?), la voluntad de no ofender a nadie y de agradar a todos y, en lo que hace a los norteamericanos aquí y ahora, escapar como sea de la realidad irreal y desacompasada en la que se metieron solitos. Así, La La Land –desbordante de jazzy-clichés que no alcanzan la nobleza de lugares comunes con canciones que parecen compuestas por un algoritmo y ya listas para formar parte del repertorio de esos cantarines concursos televisivos– es a un musical clásico lo que Birdman fue como “film intelectual” a una de las cimas de Robert Altman y la saga- gagá Cincuenta sombras a la sexualidad de Último tango en París o, no subamos tanto el listón, a Propuesta indecente o Nueve semanas y media. Todo en tiempos en que millones saben quién es Taylor Swift y algunos pocos quién es Laura Marling. Y muy pocos se atreven a confesar que la pasaron y se emocionaron mucho pero mucho mejor y más y más con ese clásico secreto que es Music and Lyrics con Hugh Grant y Drew Barrymore. Y –¿sorpresa? ¿101 o For Dummies?– ya se ha anunciado la intención de llevar La La Land directo a los vívidos escenarios de Time Square. Y nada se pierde porque nada se transforma.

CUATRO Y falta menos para Bob: The Musical, de la Disney, en el que un hombre recibe un golpe en la cabeza que le provoca el escuchar todo como si se tratase de un musical. ¿En el futuro todos protagonizaremos un musical de quince minutos? Hmmm… “Si cantáramos casi siempre, nuestras vidas resonarían igual que las leyendas… ¿Por qué no cantamos la mayor parte del tiempo y, en cambio, cuando realizamos un esfuerzo especial, hablamos  para consolidar y elevar nuestros sentimientos?”, se pregunta en un ensayo E. L. Doctorow. La pregunta es líricamente pertinente, pero la respuesta es implacablemente sencilla: porque entonces el mundo sería un sitio insoportable rebosante de tenores de ducha y danzarines de living. A la hora de la verdad, Rodríguez y yo preferimos (como en ese tramo de Magnolia, inspirada en las canciones de Aimee Mann, en el que todos cantan “Wise Up” al mismo tiempo pero separados) tan solo una canción en el momento preciso. Y que después todos sigan llorando y gritando y discutiendo y sonriéndose al final. Y –como Rodríguez y yo– pensando en cualquier cosa menos en trasnochar para ver la entrega de los Oscar a La La Land, con toda esa gente agradeciendo a Dios luego de haber jurado en vano que, si ganaba el pesadillesco zapateador americano que pisa y no pide disculpas Do Do Nald, se iba a ir para siempre de esa soñadora ciudad en ese desvelado país.