El lenguaje no es neutro. Bien lo saben los lingüistas y, parece, también los funcionarios del gobierno de Cambiemos. En su afán por disimular las consecuencias de sus políticas económicas, ministros, secretarios y hasta el mismísimo Presidente se convirtieron en estos cuatro años en esforzados e infatigables comentaristas de una realidad a la que decidieron evitar llamarla por su nombre. "Reperfilar" es el último término incorporado al profuso "Diccionario oficial de eufemismos argentinos (2015-2019)". Un trabajo que sumó eufemismos y neologismos a la misma velocidad con la que la que el plan económico del "mejor equipo de los últimos 50 años" se disolvía ante la evidencia de la realidad. Es el lenguaje, persona torpe.

"Hemos propuesto al FMI iniciar el diálogo para reperfilar los vencimientos de deuda", afirmó el miércoles el ministro de Hacienda Hernán Lacunza, en la conferencia de prensa en la que anunció, en realidad, que la Argentina no puede hacer frente a los compromisos asumidos en las condiciones pactadas. No había que ser un experto en economía ni tampoco un destacado semiólogo para darse cuenta de que en "reperfilar" había que leer unívocamente "default", más allá de la definición técnica-financiera del término. No fue azarosa la elección de esa palabra. Más bien todo lo contrario: seguramente fue planificada con cuidado, con la única finalidad de disimular lo indisimulable. No importa si, para eso, se utilizara una palabra que no figura en el Diccionario de la Real Academia Española. Incluso, mejor: cuanto más confuso el mensaje, menos impacto en la sociedad. A sentidos revueltos, ganancia de economistas.

Más preocupado por las estéticas dicursivas que por las consecuencias reales de sus políticas, el gobierno de Cambiemos hizo del uso de eufemismos para maquillar sus intenciones una política de Estado. Es voluminosa la cantidad de palabras y expresiones engañosas que sus funcionarios utilizaron en estos años. El brutal "tarifazo" de los servicios públicos que destruyó comercios, Pymes, clubes de barrios y el poder adquisitivo de muchos fue suavizado con el inolvidable "sinceramiento" de precios. Un eufemismo que ni siquiera pagó derechos de autor, ya que el primero en acuñar ese artilugio lingüístico fue Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía de Rafael Videla durante la dictadura.

El inocultable "ajuste" económico en los medios públicos fue otra de las políticas que se intentó aliviar discursivamente. "No diría que es un plan de ajuste, sino de austeridad", expresó en 2018 Hernán Lombardi a PáginaI12. La supuesta "corrupción" que se investigaba en gobiernos anteriores se convirtió en el de Cambiemos en "conflictos de intereses". Una expresión más paqueta e indulgente para dar cuenta de los ex CEO de multinacionales que, de la noche a la mañana, desde sus cargos de rango ministerial pasaron a tomar decisiones que condicionaron el desarrollo de las empresas privadas de las que provenían.

No fueron los únicos eufemismos a los que se echó mano con sabiduría semiótica. El estancamiento económico que por entonces atravesaba el país intentó ser tapado por el mismo Mauricio Macri en su discurso de inauguración de la Asamblea Legislativa de 2018 con el inédito “crecimiento invisible”, un concepto disparatado desde todo punto de vista. Tan desconcertante como el oxímoron económico de Nicolás Dujovne, cuando aún siendo ministro de Hacienda afirmó en 2017 que “este año el gasto público va a tener un crecimiento negativo”. Las mayores piruetas discursivas se dieron en el área económica: el mismo Dujovne usó la expresión “recalibrar” en aquella conferencia de prensa de fines de 2017 para anunciar que era imposible cumplir con las metas de inflación pautadas en el Presupuesto que se había votado tan solo un día antes.

En ese libertinaje expresivo no se puede soslayar a Miguel Ángel Ponte, quien como secretario de Empleo, preparando el terreno para instalar el debate por la “reforma laboral”, tuvo una frase que bien podría destacarse en el manual de estilo discursivo publicado por Cambiemos Ediciones: “Contratar y despedir deberá ser natural como comer y descomer”, graficó, tan escatológico como elocuente, allá por 2017. Antológico.

Incluso en los errores expresivos también se creó un lenguaje propio. Las “atractividades” (Macri dixit) que el país tiene para ofrecerle al mundo pueden pensarse como un síntoma de estos tiempos: los términos “atracciones” y “actividades” confluyeron en uno, ajuste económico y cultural mediante. La aceitada comunicación digital también sumó a la causa: la “caricia significativa” proveniente de Hurlingham que por error del sistema de bots se viralizó en la última campaña en Twitter no deja de formar parte del lenguaje de la época.

El particular léxico creado por el Gobierno no se limita a eufemismos y neologismos. También el Diccionario tiene un capítulo dedicado a “títulos” de normas o políticas que seducen pero que poco tienen que ver con lo que sucede en su aplicación práctica. La “reparación histórica” a los jubilados fue el canto de sirenas que permitió la aprobación en el mismo paquete de la ley de blanqueo de capitales, camuflada como la norma 27.260 de “sinceramiento fiscal”. Pero, sin dudas, el más ampuloso es el slogan que llevó en 2015 a que Cambiemos llegase a la Casa Rosada: “la revolución de la alegría”. A la luz de los resultados en las PASO, lejos estuvo la gestión de Macri de alegrar la vida de la mayoría de los argentinos. La única revolución gubernamental, en todo caso, fue la del lenguaje, creando este particular sistema de signos que en vez de definir la realidad procura ocultarla. “Pasaron cosas” en estos casi cuatro años en Argentina que impidieron su eficacia.