En la época de la inquisición, el cepo era uno de los instrumentos más comunes de tortura, que permitía atar de pies y manos, para inmovilizar a los presuntos culpables. Y eso fue lo que ocurrió en los años ’90 con los ahorristas argentinos. Ahora la palabra se ha generalizado y es necesario explicar bien lo que significa. En realidad, cuando se habla de cepo cambiario se está mencionando una cosa muy distinta, que ya practicaron anteriormente frente a restricciones o crisis externas, hasta gobiernos conservadores, como en los años ’30. Se llamaba simplemente entonces control de cambios. Con él se procuraba proteger la economía frente a la caída del comercio exterior o de los términos del intercambio.

Por otra parte, la escasez de divisas, la llamada restricción externa, no tiene por causa sólo la estructura desequilibrada de la economía argentina, la diferente productividad entre campo o industria, sino también lo que podemos denominar restricción interna, es decir, sectores que acumulan dólares y lo envían a paraísos fiscales o los sacan del sistema acumulándolos en cajas de seguridad o debajo del colchón. 

Ahora, luego de predicar todo el tiempo en contra de regulaciones en el mercado cambiario, el gobierno macrista cedió ante la imperturbable crisis y reintrodujo límites a determinadas operaciones en monedas extranjeras, que implican el retorno al tan temido cepo. A diferencia de lo que ocurrió en épocas del kirchnerismo, hoy los economistas del establishment y de los principales medios de comunicación lo toman como una necesidad tan ineludible como transitoria.

Historia

Contrariamente a lo que se suele pregonar en estos tiempos, sin embargo, buena parte de nuestra historia económica estuvo caracterizada por controles de cambio. Los que comenzaron a practicarlo fueron los abuelos de este modelo, los gobiernos liberales conservadores que derrocaron a Yrigoyen y para defender sus propios intereses agropecuarios tocados fuertemente por la crisis del 30 pusieron por primera vez este instrumento a fin de establecer precios sostén a sus productos, y afianzar luego su relación con Gran Bretaña a través del Pacto Roca-Runciman.

El régimen había llegado para quedarse. Su funcionamiento era, en el fondo, de una gran simpleza: en el mercado oficial, los exportadores debían vender sus divisas al Estado al precio que éste fijara. El Estado, a su vez, fijaba una lista de prioridades que encabezaba el pago de la deuda pública y hacia allí canalizaba las divisas. Simultáneamente se permitía un pequeño mercado libre (ni negro, ni azul), donde quienes hacían inversiones directas podían liquidar sus divisas a precios más convenientes y quienes no habían obtenido divisas en el mercado oficial podían satisfacer su ansia de dólares y libras.

El peronismo reformó el régimen, intentando utilizarlo como estrategia para distribuir el ingreso a través del IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio) en un sentido inverso. Este favorecía a las industrias por sobre el campo, a diferencia de las políticas del 30. Además, establecía un sistema de tipos de cambios múltiples, que subsistió por largos años. No debe olvidarse que Argentina exporta alimentos, los mismos que consume su población. Cuando la moneda se devalúa, la comida se vuelve más cara. Eso pretendía evitarse deprimiendo el precio del dólar con el control y se complementaba con protección a la industria para evitar los problemas de competitividad que provocaba la revaluación del peso. Una y otra vez, en las décadas siguientes, el mecanismo se reintrodujo para moderar las grandes fluctuaciones cambiarias que padece el país.

Instrumentos

Es preciso, no obstante, diferenciar tres instrumentos distintos que en la discusión suelen confundirse. El cepo no es más que un conjunto de restricciones más o menos arbitrarias y desarticuladas en el mercado cambiario, que no alcanzan a conformar una regulación estructural del mismo. Los regímenes de control de cambios que inspiran al cepo, en cambio, son instrumentos que reconocen la existencia de un problema serio y persistente en el mercado de divisas, que obligan a intervenir de manera sistemática, en el largo plazo y se deben acoplar a un programa más integral. Ambas medidas son, a su vez, diferentes de un control de capitales, que intenta regular las condiciones por las que se autoriza (o no) el ingreso y la salida de capitales, en especial de los financieros y especulativos. Aunque el control de cambios y el cepo suelen acompañarse de controles de capitales (y está bien que así sea), no siempre ocurre. De hecho, esa última perspectiva es la actual, lo que hace dudar de la efectividad del nuevo cepo. Si el problema en el mercado de divisas es el resultado de la fuga de capitales y no se actúa sobre ella, las restricciones serán ineficaces.

El control de cambios, se debe a la necesidad de defender un manejo propio de la economía frente a la irresponsabilidad de las políticas neoliberales instituidas por países como Estados Unidos, que no necesitan controles porque su moneda es también la moneda internacional. 

En nuestro caso la falta estructural de divisas no se trata sólo de un problema cambiario y exige, por lo tanto, medidas simultáneas en otros frentes. Los problemas a enfrentar son principalmente el endeudamiento externo y la fuga de capitales. Esto explica por que detrás del control de cambios está la idea de que los problemas no se resuelven con una devaluación de la moneda. Practicada esta, los problemas persisten y obligan a infinitas devaluaciones, sin que se arribe a un tipo de cambio de equilibrio que, bajo esas condiciones, es tan utópico como inexistente. Entonces, las devaluaciones no eliminan los problemas y sólo generan una insoportable inestabilidad. Así, el control de cambios es la política más adecuada.

Europa y Estados Unidos

Argentina no es, ni por asomo, el único país en el mundo que debe recurrir a este tipo de acción. Los controles de cambio son una herramienta lícita de política económica y deben usarse cuando es necesario. Hay infinidad de ejemplos históricos. De hecho, casi ningún país tiene un mercado de cambios absolutamente libre. Aún así, probablemente la Europa occidental de la posguerra haya sido el máximo exponente del uso generalizado y abierto de controles de cambio. Países como Alemania, Francia o Gran Bretaña, hoy campeones de un mercado cambiario libre, enfrentaban por entonces enormes déficits comerciales, fruto de aparatos productivos devastados por la guerra. Debían evitar, además, que se le fugaran las pocas divisas que lograban atraer. Entonces, no dudaron en recurrir a monedas inconvertibles (que se mantuvieron por más de una década) y a poderosos instrumentos de racionamiento de divisas, junto con restricciones a las importaciones, estímulos a la producción y coordinación interna del sistema de pagos. Los controles se mantuvieron hasta 1958, cuando consideraron que en las nuevas condiciones lograrían cuentas externas relativamente equilibradas, porque sus estructuras productivas así lo permitían (y también porque tuvieron con el plan Marshall la ayuda de los Estados Unidos que la Argentina no tuvo). Recién, entonces, se avinieron a implementar de manera completa los acuerdos de Bretton Woods que la mayoría de ellos había refrendado catorce años antes.

Bretton Woods fue, sin embargo, un pequeño recreo. Estados Unidos abandonó la convertibilidad en 1971, devaluando su moneda e introduciendo una mayor protección aduanera para su producción, reafirmada ahora por Trump. Muy poco después, los países desarrollados volvieron a un sistema de tipo de cambio libre. Pero los precios de las divisas no fluctúan al azar. Por el contrario, desde 1974 se intentaron diversos regímenes cambiarios entre bloques de países que, en última instancia, reposaban en controles de cambios para evitar fluctuaciones o distorsiones estructurales.

Origen 

En Argentina los controles de cambio pasaron por distintas etapas. Está claro, por un lado, que el país tiene una estructura productiva desequilibrada revelando las inconsecuencias de una política de industrialización tan necesaria como golpeada, sobre todo desde 1976. La dependencia de importaciones de bienes de capital e intermedios financiándolos con endeudamiento externo y con la exportación de materias primas y productos de bajo valor agregado constituyen la base de déficits comerciales recurrentes y de la cuenta corriente de la balanza de pagos. A esto se agregan las transferencias netas de riqueza debido a la fijación de precios monopólicos por parte de las empresas multinacionales, y a remisiones de utilidades, regalías, licencias y otras yerbas por parte de los capitales extranjeros que operan localmente. La financiarización de la economía a partir de 1976, que con el macrismo alcanzó su pináculo, genera enormes ganancias especulativas que los bancos transfieren luego sistemáticamente al exterior. Los altísimos intereses de la deuda externa, agravados por el macrismo, son una sangría gigante de divisas que no se compensa con supuestas inversiones productivas que debía financiar y nunca se concretaron.

Esto tiene tres aspectos principales: la dolarización de parte de la economía, la desconfianza en la inversión productiva interna por años de cultura rentística, y el desconocimiento de cómo marcha el mundo. Varios estudios muestran que la deuda externa siempre corre paralela a la fuga de capitales y el ultimo lustro no fue la excepción. Con las arcas exhaustas por la fuga, el Estado tiró la toalla e impuso el cepo.

Pero no sólo las elites “fugadoras” son las responsables. Las permanentes crisis han desarrollado un mecanismo perverso: para cubrirse de posibles fluctuaciones, muchos actores internos han dolarizado sus ahorros, fijan sus precios en dolares y realizan transacciones regularmente en moneda extranjera. Argentina es un país mucho más dolarizado que, por ejemplo, México o Brasil, que usan su propia moneda para las operaciones inmobiliarias, y donde la gente común no piensa en dólares. El uso de las divisas tiene que servir únicamente en el comercio exterior, no para el ahorro de los particulares, ni para el mercado inmobiliario porque las casas no se construyen con dólares. 

De ese panorama se desprenden algunas conclusiones útiles para la futura política económica: en primer lugar, está claro que los problemas de divisas no son coyunturales, sino que están aquí desde hace tiempo y no tienen intenciones de mudarse. Por lo tanto, el cepo debería dar lugar a un control de cambios serio, técnicamente bien afinado y pensado para un tiempo largo.

En segundo lugar, dado que la fuga de capitales es un componente central, junto al control de cambios debería instaurarse un control de capitales. No es cierto que la existencia de esos controles desaliente la inversión extranjera. Los inversores reales no se ven afectados y solo se trata de espantar a los capitales especulativos que se llevan más de lo que traen. Por otra parte, está claro que Argentina no necesita de inversiones extranjeras masivas y sistemáticas si logra retener el ahorro interno que se fuga.

En tercer lugar, el fortalecimiento de las actividades productivas internas, en especial de la industria, es el único camino para moderar los efectos negativos del comercio exterior sobre las divisas. Una política industrial efectiva y sistemática es, pues, otro requisito para que el control de cambios tenga eficacia.

Finalmente, es preciso “desdolarizar“, la forma de operar de los actores pequeños y medianos. El control de cambios y su efecto moderador de fluctuaciones puede jugar un rol importante para ello. Además, es necesaria una política para canalizar los ahorros en dólares hacia alternativas en pesos y que éstas, a su vez, puedan financiar la reconstrucción productiva. Argentina tiene un importante colchón para hacer un Plan Marshall interno. Pero el profundo anclaje cultural de la dolarización impone también un cambio en la matriz de pensamiento del ciudadano común.

* Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires y del Instituto del Servicio Exterior de la Nación.

 

**  Profesor Titular de la Universidad de Buenos Aires e Investigador del Conicet.