Santiago Rueda no era un intelectual o un hombre de letras convencional. Era como Pedro García (el fundador de la librería y editorial el Ateneo) que lo había llevado a trabajar con él, más bien un comerciante, pero con un aire bohemio, un espíritu aventurero y una intuición muy desarrollada. “Era fundamentalmente un hombre de negocios. Pero no le daba lo mismo vender zapatos o libros. Era un hombre muy respetuoso de la cultura” lo define Max Dickmann, el hijo homónimo de quien sería durante décadas su asesor literario. René Palacios More, que trabajó con él muchos años después, recuerda especialmente “su magnífica visión de editor”. “No era un tipo de una información literaria grande. Al contrario, yo diría que había muchas falencias en él, pero era alguien que sabía oler lo que estaba bien”.

Ese instinto comercial asociado al libro fue lo que debió perfeccionar en El Ateneo. La librería y editorial debió darle también un abanico de contactos que Rueda usufructuó con su cálido carisma personal. Todos los testimonios de quienes lo conocieron resaltan su afabilidad, su carácter expansivo, su generosidad, su cordialidad. Domingo Buonocuore lo describe como “un tipo muy tranquilo, apacible, muy amable, jocoso por lo general”. También su sobrina Alicia lo recuerda jovial y animado, estimulando y coordinando los juegos y las representaciones de los niños en las reuniones familiares o enseñando trucos de magia. En su libro, rescata una anécdota en la que se lo encuentra caminando por la peatonal Florida acompañado de un “famoso personaje de la política” (Nicolás Repetto, tal vez, con quien tuvo una relación cercana), cuando de repente se detiene y comienza a charlar largo y tendido con un canillita que conocía, intentando convencerlo de que volviera al hogar que había abandonado, y olvidando por completo a su compañero de caminata. Esa imagen de hombre con calle es la que reaparece en más de un testimonio.

Tampoco parece haber sido un hombre de fuertes convicciones políticas o, al menos, poco dogmático. Sin lugar a dudas formaba parte del frente antiperonista, como casi toda la dirigencia editorial de la época, retratada por Alejandra Giuliani en Editores y política. Incluso, un testimonio de Arturo Peña Lillo lo ubica encabezando junto a él y a Guillermo Kraft la movilización de los empleados de librerías y editoriales hacia un acto que la Unión Democrática, junto a la federación de Empleados de Comercio, realizó en el teatro Marconi durante la campaña para las elecciones de 1946. También fue parte de la Comisión Directiva que aprobó por unanimidad el despido del gerente de la Cámara Argentina del Libro, Atilio García Mellid, por sus convicciones peronistas, tal como reconstruyó Giuliani en su libro. Tampoco debió aligerar su antipatía por Perón que su impresor y gran amigo, Bartolomé Ubaldo Chiesino, cayó preso en dos oportunidades en los 50 por su militancia conservadora.

Pero, como en otros dirigentes de la CAL, primaba en él el pragmatismo y no iba a tener inconvenientes en trabar amistad y llevar adelante emprendimientos comerciales con Francisco Cholvis, subsecretario de Hacienda de Perón, o con miembros de la fugaz Sociedad Argentina de Editores (SAE), que tenía muy buenos vínculos con el gobierno como Santiago Glusberg (Anaconda) o Gregorio Schvartz (Siglo Veinte).

Rueda era muy conocido en el circuito de cafés del centro de Buenos Aires. Era allí donde tendía lazos sociales y comerciales. Al repasar los avisos fúnebres de cuando su padre murió, Enrique Rueda reconoció a varios de los que definía como “amigos del café”, como José Barreiro o Antonio Volpe, el mencionado Francisco Cholvis y su hermano Eduardo (también editor), Luis Deluca (que según Enrique tenía un cargo directivo en el diario La Nación), los escribanos Ernesto Rosetti y Alfredo Bello, o los médicos Alberto Sordelli y Rodolfo Eyherabide, quien tras el golpe de estado de 1955 tendría una destacada actuación como ministro de Salud Pública de la Provincia de Buenos Aires.

Sin embargo tal vez con ninguno tenía la cercanía que guardaba con los que compartía una mesa de póker todos los jueves y sábados. Uno de ellos, quizás su mejor amigo junto con Chiesino, era Zola Colmegna, empresario santafesino que venía de una familia de imprenteros y editores (de hecho, Colmegna fue una de las editoriales más importantes de esa capital). En Buenos Aires conducía la famosa empresa metalúrgica Flamex Talamoni, heredada por su esposa, que producía cocinas y otros electrodomésticos, mientras seguía siendo socio de la editorial. De la misma participaban también –según recuerda su hijo Enrique- Ricardo Cantó, Américo Panizza, Arnaldo Scolni y Héctor Degastaldi (quien habría puesto en contacto a Rueda con José Salas Subirat, el primer traductor del Ulises de Joyce), gente que venía más bien del ámbito empresarial.

De todas formas, Rueda tenía también muchos amigos en el ámbito editorial o literario, especialmente Gonzalo Losada, Antonio Zamora (de Claridad), y su hermano José, gente de El Ateneo como Rafael Linieros, José Prado o Bernardino Uriarte, los mencionados Santiago Glusberg, Gregorio Schvartz y Bartolomé Chiesino, los escritores Carlos Alberto Erro y Raúl Klappenbach, el historiador Alberto Mario Salas (que fue también gerente de la Cámara Argentina del Libro) o el abogado y escritor mendocino Carlos Alberto Arroyo (a quien le editaría cuatro libros en 1959 y 1961).

No ha sido muy explorada –y tal vez nunca lo sea- como fenómeno cultural esa bohemia de los negocios tan singular de mediados del siglo XX, que aglutinaba hombres de empresa que compartían intereses y aspiraciones que iban bastante más allá del dinero. Sin ese singular ambiente, quizás nunca un hombre como Santiago Rueda se hubiera convertido en un editor de proporciones. Quizás ni siquiera hubiera sido editor.

 

Este fragmento pertenece al primer capítulo del libro Santiago Rueda: Edición, vanguardia e intuición de Lucas Petersen que acaba de publicar la editorial Tren en Movimiento.