Desde Toronto

Ya se sabe. Nada más trajinado que adaptar una novela famosa al cine y nada más difícil que hacerlo bien, con originalidad, con fidelidad al texto y al autor pero a la vez encontrando una forma propia, que se distinga de aquello que nació en papel. Y que responda a las coordenadas de su propio tiempo y a la cultura de su realizador. Justamente eso consigue el cineasta italiano Pietro Marcello con su versión libre de Martin Eden, novela esencial de Jack London, que viene de ganar la Copa Volpi al mejor actor (Luca Marinelli) en la Mostra de Venecia y con la que en estos días compite en la sección Platform del Festival de Toronto.

Publicada en 1909, cuando London tenía 33 años y ya era famoso por El llamado de la selva, El lobo de mar y Colmillo blanco, Martin Eden marcó un punto de inflexión en su obra. Por primera vez, el autor estadounidense se embarcaba en una aventura más interior que exterior, daba rienda suelta las reflexiones de su protagonista, un joven marinero de origen proletario y sin educación, que se siente destinado sin embargo a ser escritor, a toda costa. En el camino, sólo encuentra desdén y rechazo, incluso de parte de Ruth, la joven burguesa de quien se ha enamorado. Y cuando finalmente alcanza el éxito, ya nada le importa, porque entiende que no se lo valora por lo que escribe sino por su súbita fama, que lo empuja a al desconcierto y la desesperación. Algo no muy distinto, por cierto, a lo que experimentó el propio London.

El primero de los muchos logros de la excelente película de Pietro Marcello (Caserta, 1976) es haber trasladado la acción del puerto de San Francisco del original a las calles y los muelles de Nápoles, allí donde el director de La bocca del lupo y Bella e perduta se siente en casa, donde conoce los rostros y los cuerpos de su gente, los giros del idioma y los modos en que se comportan. Todo allí le es familiar y se vuelve verdadero.

El segundo logro, de una audacia aún mayor, es haber tomado la decisión de no hacer una película de época, al modo más convencional, con costosas reconstrucciones que casi siempre terminan resultando falsas, de cartón pintado. El Martin Eden de Pietro Marcello no está determinado por un anclaje temporal preciso. Se diría que transcurre durante todo el siglo XX, lo que le permite ir incorporando de fondo los conflictos políticos y sociales que marcaron a fuego a la Italia contemporánea –el fascismo, la guerra, el surgimiento de una nueva burguesía liberal— a partir de la mirada siempre escéptica de su protagonista, nutrido de un pensamiento utópico que quiere ir más allá del socialismo partidario, al que también se enfrenta hasta terminar en un individualismo negativo, sin salida.

El modo en el que Marcello logra esta suerte de atemporalidad, que tiene a su vez un alcance universal, es tan sencillo como eficaz. Por un lado, rodó en el viejo formado analógico. Más aún, en Súper 16mm, lo que le da a todo el film una textura granulosa muy especial, que remite al pasado. Por otro, el director utiliza abundante material de archivo en blanco y negro. Pero no de momentos históricamente significativos o personajes claramente reconocibles (salvo en el comienzo, cuando se ve al anarquista Errico Malatesta). Las imágenes que elige incorporar a su película corresponden al impresionante hundimiento de un enorme velero, rodado por algún camarógrafo del cine mudo, o de unas serenas barcas de pescadores, o de gente anónima, campesinos y marineros perseguidos por una miseria atávica contra la que el protagonista se rebela de manera visceral.

Estas imágenes parecieran ser a la vez los sueños y las pesadillas de Martin, que se reconoce en esa gente a la vez que no puede dejar de sentirse atraído por la belleza y la erudición de esa joven burguesa que aquí ya no se llama Ruth sino Elena (interpretada por Jessica Cressy). Hay ecos del Novecento de Bertolucci en ese conflicto de clases, en esas banderas rojas que se agitan vanamente al viento, en el modo en que Pietro Marcello aspira a dar cuenta no sólo de las pasiones de sus personajes sino de las de toda una época.

 

¿Y The Lighthouse? En apariencia, se trata de una película de terror psicológico, empezando por los pergaminos de su director, Robert Eggers, que se hizo un nombre a seguir a partir de su ópera prima La bruja (2015), donde ya de por sí se corría de los cánones habituales del género. Y de alguna manera este Faro que ahora ilumina al Festival de Toronto también lo es, pero de un modo muy especial. Y esa singularidad se la otorga otro grande de la literatura estadounidense, Herman Melville, cuya enorme sombra se cierne sobre la película toda.

Justamente, de más sombras que luces está hecho este relato gótico, rodado en 35mm en un blanco y negro de tintes expresionistas y ambientado a fines del siglo XIX en un siniestro faro del más recóndito rincón del mundo, un islote de Nueva Inglaterra rodeado de olas embravecidas y golpeado constantemente por un viento que parece un azote divino.

Allí está el viejo guardafaro que se siente dueño del lugar y que da la impresión de haber nacido y estar dispuesto a morir allí (Willem Dafoe) y un novato que llega a hacer un reemplazo supuestamente temporario (Robert Pattinson). Nadie más hay en la isla, salvo las gaviotas, que en algún punto se volverán tan amenazantes como la de Los pájaros (1963), de Alfred Hitchcock. Especialmente para el novato, quien poco a poco irá perdiendo la paciencia y el juicio, empujado hacia el abismo de la locura por ese viejo siniestro que compone de manera magistral el gran Dafoe.

El soberbio actor que es Dafoe tiene un aliado de hierro: sus impresionantes soliloquios (porque ese guardafaro casi no dialoga: ordena, grita, susurra, monologa perdido en su propia bruma) fueron escritos por Eggers a partir de textos de Herman Melville, extraídos de sus distintos relatos y novelas. Y muy particularmente de Moby Dick. Fanático, monomaníaco, enajenado, Thomas Wake (el personaje lleva el mismo nombre de un famoso pirata de la época) habla con las palabras del Capitán Ahab y como él está dispuesto a librar una lucha solitaria, personal contra los elementos. A Melville le hubiera gustado.