Sabía que el modo en el que terminaban las palabras era una expansión del atropello. La letra ausente era mucho más que el almuerzo que tragaban quienes se comían los derechos de las mujeres. La letra ausente era un tramo vital en su lucha feminista, quería oírlos decir electora, escritora, abogada, legisladora. No era un capricho ni una nimiedad de moda boba. Hubertine, la primera sufragista francesa, como se la nombra en efemérides, honraba en la batalla el poder de la lengua, sus usos y sus costumbres. En vena de succión por la sangre de la palabra, la letra ausente era la más promisoria. No del día, del vocabulario.

Había nacido en casa rica y numerosa (siete hijxs) y no parecía tener otro destino que el que le ofreciera una cofia flameando en los pasillos de una iglesia, pero fue esa misma iglesia la que avivó su ferviente espíritu anticlerical. Ni la congregación de San Vicente de Paul ni el convento de Montlucon (cuando murió su padre) quisieron aceptarla, dijeron que era demasiado independiente. Cuando el portón se cerró a sus espaldas la nena que iba a ser monja entendió para siempre el poder de las palabas.

Periodista, y una figura emblemática en el feminismo de finales de siglo diecinueve, Hubertine se distanció del feminismo moderado (Hugo, Richer, Deraismes) con quien se inició, cuando comenzó a reclamar –la demasiado independiente no era moderada– la igualdad económica, social y política de la mujer pidiéndoles a sus compañeras que dejaran atrás la inercia y la indiferencia y que salieran juntas a la calle a derribar las leyes que las humillaba: “¡Unamos nuestros esfuerzos, asociémonos, el ejemplo de los proletarios nos interpela, sepamos emanciparnos como ellos!”. También les hablaba a las “mimadas por el destino”, a esas mujeres que por su condición social accedían a lo que no accedían todas las mujeres y que, cómodas en el patriarcado, se oponían a cualquier conquista feminista. Avívense chicas, no sean enemigas de las mujeres, les decía Hubertine, porque ante la menor rivalidad, los mismos hombres que ahora las adulan, las derribarán y mirarán caer, «una república que mantenga a las mujeres en condiciones de inferioridad no podrá hacer a los hombres iguales».

Mientras organizaba marchas y manifestaciones en un generoso despliegue ideológico, creó asociaciones de mujeres, escribió ensayos (uno sobre las mujeres árabes en Argelia, donde vivió entre 1888 y 1892), columnas periodísticas (“Feminismo” en Le Radical y “Los derechos de las mujeres” en La Libre Parole), y fundó su propia revista, La ciudadana (1881). A partir de esos artículos, muchxs la consideran precursora en el uso de la palabra “feminismo”, la misma palabra que el rastreo enciclopédico emparenta con Alejandro Dumas cuando se burlaba de los hombres que defendían a las mujeres.

Sin derechos no pagaremos impuestos dijo Hubertine promoviendo una huelga de pago que terminó con agentes judiciales y policías allanando y cercando su casa. Unas cintas cordón no iban a intimidar a la mujer que promovía una fogata pública en la que ardieran códigos napoleónicos y que rompió y pisoteó una urna en 1908 durante unas elecciones en las que obviamente las mujeres no votaban. Ella nunca pudo hacerlo, murió en 1914 y las mujeres francesas votaron por primera vez en abril de 1945, el derecho había sido aprobado un año antes. Sin duda fue Hubertine, quien se negaba a aceptar como apellido propio el apellido del marido (del suyo, Antonin Lévrier, y el de cualquier marido) y quien no se cansó de volver a acompañar la presentación de la ley sufragista ante cada nuevo rechazo, quien introdujo en el discurso político galo los derechos políticos de la mujer francesa. Cuando se lo decían, ella respondía que Juana de Arco lo había hecho antes.