Como casi todos los iconoclastas, Hideo Kojima nunca fue dócil. El diseñador japonés empezó a trabajar en Konami hace más de treinta años, cuando tenía poco más de veinte. Fue el encargado de terminar Metal Gear (1987), el primer gran simulador de esconderse en cajas de cartón. La secuela que escribió y dirigió, Metal Gear Solid (1998), lo convirtió en un rockstar japonés: un autor con ínfulas de cineasta, fijación por los títulos en mayúscula y las diatribas filosóficas, que no abundaban en el medio. 

La combinación de riesgo y ambición le trajo éxito y ayudó a acortar la brecha entre el cine y los videojuegos, pero también tensó su vínculo con Konami. En 2015 dejó la empresa en medio de una interna feroz: se habló de censura, de gastos desmedidos, de maltratos, de cambios en el enfoque de negocio, de letras chicas, de delirios de grandeza. En suma, de “diferencias creativas”.

Cuatro años después, Kojima presentó Death Stranding (2019), una nueva IP producida por su estudio independiente con el apoyo de Sony. Lo hizo con un tráiler de tres minutos que arrancaba con un poema de William Blake y mostraba a Norman Reedus desnudo con una cicatriz en forma de cesárea cerrada en el abdomen, sosteniendo a un bebé frente a un mar de petróleo. Superó las dos millones de reproducciones en menos de seis horas.

Provocador y reflexivo, Death Stranding se presentó como un juego inspirado en el clima sociopolítico de la época: Trump, Brexit, el avance global de la ultraderecha. Algunos lo leyeron como una obra introspectiva, profundamente crítica con el mundo que habitamos. Otros lo criticaron por aburrido y lo tildaron de walking simulator: un tipo de juego donde el objetivo es caminar. Pero nadie hace historia con la validación instantánea de las masas. El tiempo, sin embargo, parece haberle dado la razón a este rockstar de 61 años, que acaba de estrenar Death Stranding 2: On the Beach en exclusiva para PlayStation 5 ante un fervor casi unánime. ¿Qué cambió, entonces, en los últimos seis años? ¿Cómo se da un giro de ciento ochenta grados en una industria adicta a las fórmulas de consumo masivo?

On the Beach arranca como terminó el primero: con un mundo en ruinas y un protagonista que arrastra su cuerpo como puede. Sam Porter Bridges (Norman Reedus) vive aislado, protegiendo a Lou -el BB (“bebé bridge”) que adoptó como hija- tras haber cruzado los Estados Unidos para evitar la extinción. Esta vez le encargan una misión similar: recorrer lo que queda de México y Australia para “reconectar” a la población mediante la red quiral, una especie de Internet postapocalíptica que permite compartir recursos, información y tecnología a través del espacio y el tiempo. De eso, a grandes rasgos, consiste el gameplay: caminar, manejar, entregar cosas. Y sin embargo, On the Beach no puede estar más lejos de las acusaciones que el original tuvo que tolerar.

On the Beach es más grande, más jugado, más político. A diferencia del juego anterior, donde el objetivo estaba fijado siempre por el gobierno, ahora los encargos llegan desde una organización privada de perfil humanista que promete restaurar las comunicaciones globales. Un discurso naíf que, como es habitual en Kojima, enseguida deja ver las costuras. El presidente de la corporación le encomienda a Sam tareas en apariencia nobles, necesarias, pensadas para el bien común. Pero, a medida que se expande la red, surgen consecuencias imprevistas: los fenómenos climáticos se intensifican, las amenazas sobrenaturales se vuelven más frecuentes y los grupos desconectados se cuestionan si quieren ser parte de esa red en primer lugar. Más pronto que tarde sobrevuela una pregunta incómoda: ¿cuál es el costo de estar conectados?

Como toda buena distopía, On the Beach no habla del futuro sino del presente. Dice el ensayista estadounidense Jonathan Franzen: “La privacidad atomizada es el signo de nuestra época. Primero vino la suburbanización masiva, después el perfeccionamiento del entretenimiento doméstico y, por último, las comunidades virtuales, donde interactuar es opcional y se corta en cuanto deja de gratificar al usuario”. En otras palabras, el diagnóstico advierte que la hiperconexión no es garantía de solidaridad. Que la garganta metálica de Internet se tragó sus propias fantasías de utopía digital y escupió una oleada de violencia, hegemonía mediática y discursos de odio. Al igual que en la vida real, el déficit colectivo de serotonina que provoca estar permanentemente disponible y permanentemente enterado de todo lo que pasa -en la política, en tu grupo de amigos, en el club de fans de tu popstar favorita- se filtran entre los movimientos esenciales del arco dramático de Death Stranding 2.

On the Beach es más que caminar, manejar y entregar cosas | Foto: Prensa.


Esa tensión entre conectividad y aislamiento no se queda en lo semántico y sigue siendo uno de los ejes jugables en la secuela, que ya vendió casi un millón y medio de copias. A diferencia de títulos competitivos como Fortnite y Valorant, donde ganar implica la eliminación del otro, On the Beach fomenta la colaboración. Cada estructura que los jugadores construyen queda disponible en el mundo de otros usuarios, facilitando caminos, protegiendo del clima y permitiendo avanzar. El gameplay reproduce la experiencia humana de hacer algo por el otro sin esperar nada a cambio: lo único que se recibe son un par de likes, tan inútiles como en la vida real, y la certeza de haber ayudado a alguien, en algún lugar del mundo, a escalar una montaña virtual o noquear un puñado de píxeles. “Los likes son sólo positivos. No hay interacciones negativas, así que no podés expresar emociones negativas”, explicaba Kojima a la BBC en 2019. “Los ataques y la violencia online están fuera de control. Por eso diseñé esto: para que la gente pueda dar un paso atrás y, al conectarse, vuelva a aprender a ser amable con los demás.”

Las críticas al imperialismo estadounidense -presentes en la obra del director desde Metal Gear Solid 2- hacen un retorno explícito en varios pasajes de Death Stranding 2, pero siempre de la mano del brillo hollywoodense, que tanto encandila al director. Las referencias al cine y la literatura norteamericana son recurrentes, desde Moby Dick (1851) hasta Mad Max, Apocalypse Now (1979) y Blade Runner (1982). Es la paradoja que Mark Fisher describe en Realismo capitalista: el sistema tiene la capacidad de fagocitar toda idea y convertirla en mercancía.

El director japonés denuncia el individualismo neoliberal en un juego que vende millones de copias, critica el avance de las megacorporaciones con lenguaje made in Hollywood, y predica la solidaridad internacional con una estética que fetichiza al máximo la milicia estadounidense. Quizá su historia sea una de las tragedias que él mismo cuenta: la de un autor que tiene que construir sus historias contrahegemónicas dentro de uno de los medios más hegemónicos del planeta.

Claro que es discutible si la cultura debe cargar con la responsabilidad de sanar un mundo marcado por la soledad endémica y el individualismo brutal. Pero hay que darle crédito a Kojima por intentarlo. Con 4 millones de seguidores en Instagram, su alcance supera por mucho al de sus pares occidentales más influyentes, como Neil Druckmann, director creativo de The Last of Us (374 mil) o Sam Lake, guionista de Max Payne y Alan Wake (135 mil).

Su estatus de rockstar le permite contar con colaboradores que, juntos, acumulan más nominaciones al Oscar que Scorsese. Caroline Polachek puso su voz al tema principal. La prestigiosa actriz francesa Léa Seydoux vuelve a ponerle la melancolía justa a Fragile. Elle Fanning interpreta a Tomorrow, que viene de una dimensión paralela signada por la muerte. Cineastas como George Miller (Mad Max), Guillermo del Toro (El Laberinto del Fauno), Nicholas Winding Refn (Drive, The Neon Demon) y Mike Flanagan (The Haunting of Hill House) prestan voz y cuerpo a distintos personajes secundarios, mientras que bandas indie como GRIMM GRIMM, Woodkid y Low Roar integran el soundtrack oficial.

Además de rodearse de figuras estelares para narrar su historia, Kojima ofrece una serie de posibilidades mecánicas para que cada jugador viva su propia fantasía. Cada encargo puede resolverse con sigilo, estrategia, brutalidad o incluso abandono. La preparación importa y, por momentos, el nivel de personalización alcanza los niveles obsesivos de Metal Gear Solid V: The Phantom Pain (2015). ¿Campo rodeado de enemigos? Se puede construir una torre de vigilancia para observar desde lejos y marcar los puntos de interés. También ir a ciegas y abrir fuego con ametralladoras, lanzagranadas, escopetas. O apostar al sigilo con el rifle francotirador. O evitar el conflicto por completo.

Léa Seydoux, una de las presencias destacadas de la entrega. | Foto: Prensa.


Todo eso en un mundo técnicamente sólido y ambicioso. La tecnología del motor Decima, que ya había mostrado sus capacidades en la saga Horizon, permite rostros tan expresivos que Léa Seydoux se parece más a Léa Seydoux que la propia Léa Seydoux. Los efectos climáticos -viento, nieve, lluvia- tienen peso, volumen y consecuencias reales sobre el gameplay, sin tiempos de carga, incluso en el modelo base de PlayStation 5.

El resultado es un pastiche de géneros, ideas y delirios que abarca desde el espionaje táctico de Metal Gear hasta secuencias de pesadilla dignas del survival horror, monólogos teatrales, escenas de acción y largos momentos de simulador de construcción. Y, claro, el peso simbólico de las mecánicas: construir un camino, tender un puente, cargar con el peso del otro. Quizás algunos detecten la ironía en tener que dedicarle -como mínimo- 40 horas frente a una consola, sin contacto real con otras personas, para reflexionar sobre la conexión humana. "Después de pasar docenas de horas en el juego, al final volverán a la realidad”, le explicaba Kojima a BBC. “Cuando lo hagan, quiero que usen lo que aprendieron en el juego. La conexión es una de esas cosas". Frente a un mundo fragmentado, la salida es con el otro. Hasta que la realidad se imponga. Hasta la última frontera. Y aún después. 


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