Enciende la luz como todas las mañanas al salir de su cama. La pequeña luz que hace las veces de cirio. Antes de desayunar, incluso antes de lavarse los dientes, será imprescindible dedicarse a la oración matutina. En silencio, con la vista fija en la luz azulada, queda inmóvil por un tiempo. Orando. Pide y obtiene su respuesta. No una sino varias. Su dios también es su oráculo. Puede anticiparle la temperatura del día para estar prevenido. Sentirse seguro. Abrigado. Predecirle cuánto tiempo tardará a su trabajo. Contarle además si alguien pensó en él durante la noche. Y si puede alegrarse o entristecerse por la realidad de su mundo. Hablarle acerca de la cantidad de fieles que están ese momento orando unidos en la misma posición. Convocados por ese dios que da todo y pide todo.

Y cada Enter es un amén.

Apela a la voluntad para dejarlo en su casa. Lo deja. Sin embargo se lleva un sustituto. Una divinidad secundaria que lo acompaña como una estampa en el bolsillo del pantalón. Como si llevara una vela encendida junto a su pierna. Le avisa con un zumbido o un timbre si alguien lo necesita o piensa en él. Y es tan grande su fidelidad. Su creencia. Su fe. Que no deja de orar en ningún momento. Sigue pendiente de su cirio. Y de su luz.

Que no se apague.

Que no deje de alumbrarlo.

Ora. Reza. Entrega parte de su vida -si es necesario- para reparar cualquier falla que altere la comunicación con ése. Su dios. Él le da sentido a su vida. Le ofrece la posibilidad de ser inmortal. Dios omnipotente y perfecto que lleva la imagen de cada fiel fundida en su memoria. Que recorre cielos infinitos. Une territorios. Idiomas. Y diferentes dioses.

Su dios. El de todos.

El que todo lo ve. Todo lo premia y castiga.

Todo vive en él y todo muere.

Absoluto. Inmenso. Infinito. Todopoderoso. Y definitivamente inmortal.

Y cada Enter es un amén.

Y cada Enter será un amén.