En los últimos años la tevé israelí pisó fuerte en el género del espionaje con productos como Prisoners of War, Fadua, When Heroes Fly y Mossad 101. Ficciones que exploran el caldo del Medio Oriente sin intermediarios, son destacables en la realización e inquisitivas antes que celebratorias de una determinada perspectiva. Por eso resulta lógico el arribo de El Espía. Miniserie que está inspirada en la vida de Eli Cohen, un agente del Mossad que se infiltró en el poder de Siria a principios de los ‘60. La producción francesa lleva la firma de Gideon Raff, ideólogo de la exitosa Homeland. Sus seis episodios acaban de ser dispuestos en Netflix.

Cabe decir que El Espía se suma a ese combo mencionado más arriba quebrando algunas de esas convenciones. Desde los primeros minutos se nos anticipa que el final será trágico. Otra novedad radica en el personaje en sí. Se trata de un hombre más bien común (Sacha Baron Cochen). Un sefaradí nacido en Egipto que antes de convertirse en una leyenda del espionaje de su país trabajaba como administrativo en una tienda departamental de Tel Aviv. Eli Cohen no tenía appeal bondesque y por sus raíces lo trataban con desdén. “Siempre me verán como un árabe”, desliza en un momento. El relato en sí se apoya sobre dos patas identitarias. Enseña a Cohen bajo su nueva identidad, haciendo sus primeras armas de encubierto en Buenos Aires, hasta ganarse la confianza de un hombre de peso en Damasco y tener acceso e información Top Secret. Durante su misión debía interpretar el papel de un comerciante bajo el mote de Kamel Amin Thaabet. Fue un espionaje de larga duración que lo separó por meses de su familia a la que solo veía en viajes relámpago. “No existe Eli Cohen”, le hace repetir varias veces una lugarteniente del Mossad cuando descubre las cartas que le escribía a su mujer (Hadar Ratzon Rotem). El Espía es más bien un examen sobre la despersonalización de un padre de familia que tenía pasta para el juego de agente encubierto.

La fotografía juega un papel preponderante en los contrastes: los tonos más lavados para su vida hogareña y una grandiosidad de brillo y nocturnidad para la vida como espía. A eso se le suma la impecable ambientación de época entre el conflicto por el canal de Suez y la previa a la Guerra de los Seis Días. La miniserie se vale del juego de espías a la vieja usanza, visitando varias latitudes al mismo tiempo, como si el periplo del protagonista estuviera a medio camino entre los relatos de Graham Greene y las películas de denuncia de Costa-Gavras. Las pericias de los agentes se basan, más que en chirimbolos tecnológicos, en su destreza para convertirse en otro. En ese terreno no hay intérprete más idóneo que Baron Cohen. Sus encarnaciones como Ali G, Borat y Bruno dejan constancia de su don camaleónico. Aquí realiza algo similar que en sus papeles cómicos pero con el aplomo de un sujeto desdoblado. Según Gideon Raff fueron practicamente dos papeles por separado, dadas las particularidades del protagonista. “Es una historia en la que Eli es el protagonista y Kamel su reverso. Muchas veces, lucha contra sí mismo. Lo increíble de Eli es que era una persona excepcional pero ordinaria. Esta no es una historia de alguien con licencia para matar y explosiones. Esta es la historia de un tipo que se consideraba un patriota y acepta ser parte del mundo. Se trata más de las minucias y de lo que hace a su identidad”, señaló el creador de la entrega.