Ella siempre llevaba un dedal en el dedo índice. Un dedal que a veces dejaba olvidado junto a la mesada, o sobre la Singer, o en el almacén que estaba apenas cruzando el patio. Un símbolo de su capacidad laboriosa arrolladora. Perfecta metáfora de una cascarrabias que fue feliz mientras pudo trabajar. De la mañana a la noche como burra, dice. Ahora, tullidita y quieta en su silla, repite cada vez que puede que vivir así no tiene sentido. Y no hay quien la convenza. Es que para ella que creció en el campo, aprendió a tejer con dos clavos a falta de agujas y a cuidar animales con apenas seis años, no hacer es no ser. No concibe la vida de otra forma. Y esta vejez contemplativa se le vuelve eterna. E injusta. "Cuando uno no sirve para nada debe morirse", sentencia implacable, a los 95 años. Lo que sigue en pie es su lectura diaria, su mate amargo, sus anécdotas.

Cuando viajo hacia atrás en el tiempo es casi imposible recordarla quieta. Si no estaba yendo a un curso de pastelería, aprendía a armar muñecos de peluche. Experta en botánica, sabía cuándo había que trasplantar las rosas, y con qué frecuencia regar la Santa Rita o el jazmín o los naranjos. Para ellos almacenaba agua de lluvia en baldes de colores. De sus manos salían ravioles caseros, queppe, malfuf, milanesas fritas, pizzas caseras... Por entonces Isabel hacía quinta y criaba gallinas. Pero además tejía nuestros pulóveres cada invierno. Los de mi hermano, los míos, los de mi papá, mi tía, mis tres primos y mi abuelo. También cosía su propia ropa y arreglaba la nuestra, dedal en mano.

Para una mujer así, alguien que hiciera menos que eso era una arrastrada, un vago, una tranquila. Lo decía sin tapujos y la retábamos. Ahora, recordando que hasta los 85 años nos hizo el asado todos los domingos (sí, ella), entiendo que esa era su forma de entender el mundo.

Mi abuela es una mujer inteligente que administró las finanzas familiares con habilidad, pero solo pudo estudiar tres grados de primaria en una escuela rural. Pidió repetir porque aprender le gustaba mucho y la dejaron hacer tercer grado dos veces. Pero después tuvo que salir a ganarse el sustento. Volvió a la escuela en la adolescencia como cocinera, un trabajo que le permitió ayudar en una familia de diez hermanos. Ella lo cuenta sin pena y suele tener una anécdota divertida de remate. Compensó esa ausencia de saberes académicos con una voluntad inquebrantable.

Hace poco la llevé hasta su casa de la infancia, en medio de un campo ajeno. Tapera y yuyal. Pero la reconoció por un eucaliptus altísimo que todavía sigue ahí. "Es mi casa", dijo sin dudar. "Era", la corregí. Y levantó los hombros. Mi opinión efectivamente no le importaba y me causó gracia. Ambos son los únicos sobrevivientes de esta historia. El árbol de pie. Ella íntegra, con algunos sueños por cumplir y un dedal perdido en algún rincón del patio donde una Singer en silencio la espera inmutable.