El taxi me lleva desde el centro de la ciudad de Tucumán hacia la zona de casas y veredas amplias, arbolada, en el que vive Elvira. Es de noche, las nueve, y los barrios que se alejan del centro siguen igualmente animados, en toda la ciudad se disfruta de un clima que guarda cualidades del día: en Tucumán las noches de verano nunca son noches del todo, algo en el aire recuerda siempre la luz y la calidez del sol.

Voy a estar una semana en Tucumán, por trabajo, le dije hace unos días a mi tía Rosa, y voy a visitar a los tíos. Hace más de treinta años que no voy a Tucumán, agregué, pero la cuestión del tiempo no la impresionó. Tenés que ver a Elvira, le vas a dar una gran alegría, me dijo. Me dio el número de teléfono; la llamé enseguida. A Elvira le llevó unos largos segundos manifestar esa gran alegría, como si no recordara bien quién era yo; estaba durmiendo la siesta, dijo, sin tono de disculpa ni de reproche. ¿Podría visitarte? Claro, hijo, me vas a dar una gran alegría. 

Vi a Elvira por última vez cuando yo era un adolescente, y ella era la que hacía esculturas, la que creía en los ovnis, la mujer de trato suave y que no se quejaba nunca, la que tenía una madre que le hacía la vida imposible. Vivió en Buenos Aires en un departamento en Lugano con Rosa, cuando se fueron de Tucumán. Después Elvira volvió a su provincia; Rosa dejó ese departamento pero se quedó en Buenos Aires. A pesar de que sólo vivieron juntas por un tiempo, Elvira se mantuvo presente en la vida de mi tía Rosa: todos estábamos al día con los eventos de su vida como con un pariente cualquiera; Rosa, cuando va a Tucumán, no se queda en la casa de algún hermano sino en la de su amiga. En un momento me molestó la palabra amiga, que siempre usó mi familia, para esa relación de pareja, pero con el tiempo me volvió a resultar la palabra más apropiada.

Cuando era chico, hasta los quince años, me enviaban a Tucumán a pasar el verano en la casa de alguno de los hermanos de mi papá. Me doy cuenta que mis recuerdos no incluyen nada relacionado con el clima, mientras recibo como algo nuevo la suavidad del aire de la noche que entra por la ventana del taxi, que tiene algo de la suavidad de Elvira, y que contrasta con el aire de invierno de Lugano I y II, el lugar donde la conocí. Mi tía y Elvira eran jóvenes, algo menos que el barrio: un complejo de torres de veinte pisos construido en los años sesenta, en medio de una zona apenas edificada en el extremo sur de Buenos Aires, pantanosa, siempre oscura. Por las ventanas amplias veía un cielo nocturno e invernal tan turbio y pantanoso como el suelo. Las torres estaban conectadas por puentes a la altura del primer piso: era posible recorrer todo sin pisar el nivel de la calle, como si, a pesar de la amplia plataforma de asfalto y cemento sobre la que se edificó el barrio, el suelo conservara algo de la cualidad inhóspita original, y los arquitectos hubieran querido evitarle a los vecinos el disgusto de poner los pies sobre esa tierra.

El departamento era amplio, con un cuarto para el taller de Elvira, en el que yo me instalaba mientras el resto de la familia charlaba en el living. Elvira me llevaba al cuarto, me decía que hiciera y mirara lo que quisiera, pero que tuviera cuidado de no lastimarme con nada. Había esculturas hechas con latas, alambres, tornillos, criaturas contenidas y peligrosas, con fugaces resplandores afilados en medio del óxido. Había una gran pila de números de la revista Cuarta Dimensión, que reunía los registros sobre contactos entre humanos y extraterrestres. En las tapas y en el interior, imágenes borrosas en blanco y negro con algún plato volador, vacilante y pequeño. Había un número especial dedicado al barrio: Lugano I y II era el lugar apropiado para esperar la visita de extraterrestres. 

Desde el cuarto-taller de Elvira me llegaba su voz en los breves momentos de pausa que dejaban las voces más fuertes de mis parientes. Mi tía se quejaba de Lugano I y II; Elvira no, Elvira no se quejaba nunca. Mi tía se quejaba también de las incomodidades de Elvira: las dificultades por las que pasaba en las escuelas, una artrosis que la dejaba dolorida después de trabajar con sus esculturas, los llamados siempre irritantes de la madre, que era una arpía. Yo nunca vi a la madre, pero tenía una imagen clara desde que vi el dibujo de una arpía en un diccionario, una mezcla de mujer y ave de rapiña. 

El taxi me deja a la puerta de una casa; se ve una cucha con un perro inmenso, un pequeño cartel de “librería-papelería” en una puerta lateral, ventanas abiertas. En cuanto me bajo del taxi y me acerco a la puerta, todo en la casa se mueve con tranquilidad y decisión hacia mí: el perro se me acerca, sin urgencias ni ladridos, me mira con atención y me olfatea; un gato o una gata, tan viejo que parece de otra especie, también se me acerca y maúlla brevemente; Elvira sale y me abraza; su madre, de pie en la galería y apenas inclinada hacia mí, me mira con una expresión entre atenta y vacía de muñeca: mamá, es el sobrino de Rosa, dice Elvira, en la voz más alta que yo jamás le hubiera imaginado, el volumen mínimo que debe ser audible para la madre. La anciana no se inmuta: mi timidez me vuelve decidido y brusco, me acerco hacia ella y le estampo un beso en la mejilla; no me devuelve el beso ni dice nada, ni siquiera modifica su expresión. Elvira me presenta al perro, que se llamaba Oso; el gato, en realidad una gata, era la Osa.

Después de que todo converge sobre mí, todo se me aleja también a la vez: el perro Oso se retira hacia su cucha en la galería (tenía prohibido entrar a la casa), la gata Osa a un sofá, la anciana a un sillón, y Elvira hacia la cocina. Elvira está cerca de los setenta años, pero muestra una actitud más relajada y movimientos más seguros y firmes que en mi recuerdo de su juventud. Se suponía que tenía artrosis desde muy joven, y que por eso dejó de trabajar en escultura, pero sus movimientos se ven flexibles. Me pregunta por el viaje, por mis padres; ella nunca nombra a Rosa, una presencia tan natural en esa casa y en relación con nosotros como lo son los extraterrestres, que ahora veo en las pinturas de la sala. Los cuadros ya no representan los cielos turbios de Lugano, sino montañas verdes y cielos celestes, con unas pocas nubes blancas, y vagas presencias en el verde o entre las nubes, el tipo de paisajes que eligen hoy los extraterrestres.

Mientras como el sándwich que me tenía preparado –ellas ya cenaron– hablamos del recuerdo de viajes en tren; hablamos de un ingenio azucarero para el que trabajaron mis parientes, que ya no existe. Hablar de trenes desaparecidos siempre da a las conversaciones un tono benevolente y melancólico, todo el mundo habla con nostalgia de los trenes. La madre no habla, sólo alguna frase corta de pedido u orden: cierren esa ventana, quiero agua. Hago el esfuerzo de levantar mucho la voz y le pregunto a la madre si recuerda los trenes: los trenes son un infierno, los ómnibus son una maravilla, dice. Sale de ese silencio seco para dar ese pequeño zarpazo de arpía, pienso. Elvira la justifica: papá era ferroviario, y siempre viajábamos en tren, a veces no funcionaban bien. Descubro que Elvira no es una persona nostálgica, y que no tiene problema en aceptar los comentarios de su madre. Los trenes desaparecen de la conversación como del país, y pasamos a hablar de la situación de mis tíos, de la escuela en la que daba clases de dibujo hasta que se jubiló. Siento que soy yo el que elige y pasa los temas con rapidez, con ansiedad. Estoy en Tucumán, estoy en un lugar que visité por última vez a los trece años; aunque tengo treinta más, me siento como un chico disfrazado de adulto, que se hace el que tiene conversaciones adultas. Pero Elvira acepta cada tema, y da una importancia uniforme, leve pero clara, a cada cosa que dice o escucha. Hablamos de la pequeña librería-papelería que está en un cuarto a la calle de la misma casa, de su hermana viuda, con una hija que está embarazada, del taller de pintura que tiene atrás, en el que recibe a sus estudiantes, chicas adolescentes del mismo barrio.

Me cuenta, a un volumen supuestamente inaudible para la madre, que le cuesta cuidarla, está haciendo locuras, tiene reacciones inesperadas y peligrosas. La última ocurrencia de la madre es cortar el pasto a las dos de la tarde, en los días de sol más ardiente. Elvira me comenta de un asalto; dos ladrones entraron a su casa hace un mes. En realidad entró uno; el otro se quedó vigilando en la galería, jugando con el perro Oso, mientras el ladrón principal recorría la casa, daba órdenes, pedía dinero y objetos; tomó a Elvira del brazo, la sacudió y le dio un sopapo cuando ella quedó inmóvil por el miedo. Él le hizo sacar unas valijas, en las que guardó el botín. Se presentó como cliente, me pidió un block de hojas Gloria, me cuenta Elvira; tenía unos treinta años, y muy buen aspecto. Durante todo el tiempo que estuvo el ladrón, la madre y la Osa se quedaron sentadas en el sofá. Cuando las valijas ya estaban repletas, la madre se puso de pie y se acercó al ladrón, le dio un beso y un abrazo. Caminar bajo el inhumano sol del mediodía de Tucumán, besar a ladrones: pruebas contundentes de la locura de la madre. La Osa se contagió en ese momento de la misma locura: bajó del sofá y se frotó contra las piernas del ladrón que al mismo tiempo recibía el abrazo y el beso de la anciana. En la interacción entre el ladrón y Elvira, la anciana habrá visto lo más parecido a una relación entre su hija y un hombre que presenció en toda la vida, con la intensidad de un vínculo matrimonial, con peleas y valijas incluidas. 

Mientras Elvira me habla, noto que su madre me observa de una manera que no anticipa que me vaya a dar ningún beso ni abrazo. Como mira también a Elvira. Elvira es una persona que cuida a los demás, y le tocó en suerte tener como objeto principal de cuidado una persona que no la quiere. Una persona que la odia. Una de las razones por las que Elvira volvió a Tucumán era cuidar a los padres, que con apenas sesenta años estaban a punto de morirse. El padre murió a los ciento un años, allí está la madre, con noventa y pico. ¿La querrían a Elvira sus alumnos? Elvira es una persona que cuida a los demás, más allá del interés de los demás por recibir su cuidado. No espera agradecimiento por su intervención. El odio de siempre de la madre hacia Rosa fue algo sobre lo que no había discusión. Esa madre quiso que la vida sentimental de Elvira no se limitara, por más de cuarenta años, a la amistad con mi tía ¿Me odiará también a mí? ¿Odiará todo lo relacionado con la familia de mi tía? Sentir ese odio me tranquiliza, me hace sentir más parte de mi familia, con lo que me hace sentir también más relacionado con Elvira. 

A partir de allí la conversación se me hace fácil. Aunque no es una conversación, es más un estar; pesa más la realidad material de mi cuerpo allí que la sustancia liviana de la conversación. Le doy demasiada importancia al contenido de las conversaciones; lo importante es estar. Me arrepiento de haber llegado a las nueve y pico, podría haber compartido la cena, que es un buen tiempo para estar. Estar como estuvo siempre Elvira en la familia, en que era aceptada pero no se hablaba mucho de nada importante, ni de la amistad con Rosa, ni de sus esculturas y pinturas, peculiaridades permanentes pero triviales como su interés por los ovnis. Elvira tuvo siempre un lugar en mi familia, un lugar parecido al que yo tuve, me sobresalto pensando, un estar que no ahonda en lo que me diferencia de los demás. ¿Es ella la misma muchacha de Lugano I y II? ¿Soy yo el mismo de cuando tenía trece años, y leía sus revistas Cuartas Dimensión? Tanto ella como yo vemos en el otro más o menos lo mismo de siempre. No necesita decir que me ve igual, ni menor, ni mayor. Ayer visité a un tío con hijos –mis primos–, con nietos, y hasta un bisnieto; la mujer de mi tío remarcó que me veía igual que cuando tenía trece años, lo que me hizo sentir un contraste incómodo con ese grupo que se reprodujo vertiginosamente, los jóvenes hermosos, la vida marchitándose rápida en los adultos y fulgurando en los más jóvenes, un grupo que creció y renovó como crece rápida y se renueva la vegetación de Tucumán, en que las plantas nuevas prosperan sacándole el lugar a las anteriores, aun antes de que éstas mueran.

¿Puedo ver tus cuadros?, le pregunto. Por supuesto, hijo, me dice, mientras limpia y guarda la vajilla escasa de mi cena. Es la segunda vez que me dice hijo, y la palabra me suena extraña; no hay nada materno-filial entre ella y yo, en todo caso está la diferencia de edad, está su suavidad, una actitud protectora y a la vez muy libre, sin exigencias; intuyo que me gustaría que la palabra hijo me suene natural para ese tipo de vínculo, y me viene una angustia difusa. Los cuadros del resto de la casa son como los que están en el comedor: paisajes verdes y soleados, presencias detrás de las nubes o entre los árboles, más desnudos de mujeres, seguramente ejercicios con modelos. Sobre un estante, una mosca o de cigarra hecha de metal oxidado: una reminiscencia de las esculturas que poblaban el departamento de Lugano. La Osa me acompaña por el breve recorrido. Al volver, me vienen más ganas de hablar de los animales que de los cuadros. Me entero del origen del nombre de la Osa: primero la llamaron la Sosa, porque la encontraron abandonada cuando murió su dueña, la madre de la cantante Mercedes Sosa, que vivía cerca. El Oso era el perro de Osorio, un anciano del barrio, que también murió hace poco.

Mientras Elvira se lleva a la madre a la cama, pienso que hay sólo mujeres en esa casa y en ese grupo familiar. Las especies pueden no ser definidas; la gata es una entidad más viva, más anciana y más humana que la madre, que es una muñeca de porcelana, o un animal de rapiña; las mujeres desnudas de los cuadros tienen algo aéreo y delgado de garzas; la escultura es una mosca o una cigarra; más allá de a qué especie pertenezca cada una, lo femenino está presente en todas ellas. Me vienen ganas de hablar una camionetita Ami 8 a la que Elvira cuidó mucho, era como una mascota, con un tiempo de vida parecido a la de los perros y gatos. En esa casa vivió su padre, muerto hace poco, con ciento un años. Sentado allí entre Elvira, la Osa y la madre, en esa escena a la que se podía agregar a su hermana, su sobrina y, por supuesto, Rosa, resulta natural que desaparezcan los hombres, del mismo modo que en Tucumán fueron desapareciendo muchas cosas en el último medio siglo, como los ingenios y los ferrocarriles. Mientras tanto, Elvira cuida de todos. Cuidó al padre hasta que murió, cuida lo que tiene delante, no lamenta lo que desaparece pero tampoco ve lo nuevo con mucho entusiasmo: se me ocurre que, si fuera necesario, se ocuparía de la sobrina o la sobrina-nieta como se ocupa de la madre o de la Osa. Tengo una especie de revelación: en general estoy entre mujeres, y eso tiene que seguir así, aunque también es cierto que, por más natural que me resulte estar entre mujeres, yo no dejo de ser un hombre. Podría tener una vida periférica alrededor de las mujeres, no intrusiva, como el Oso, que no lamenta tener su cucha y sus espacios siempre fuera de esa casa.

Ya debo irme, digo, y me suena a una línea de los diálogos de la revista Cuarta Dimensión. Vaya, hijo, dice Elvira, en un tono similar. Llama por teléfono a un taxi, que viene en instantes. Soy un extraterrestre que baja y contacta a una humana, luego sobreviene la despedida, sin énfasis, una sensación de bondad e inevitabilidad: soy de otras tierras, o de planetas o constelaciones lejanas, se produce un contacto fugaz, y después la despedida. Pero Elvira transmite la sensación de que personas, animales, extraterrestres pueden integrarse a una constelación amplia y estable; me confirma que puedo desaparecer treinta años y al reaparecer descubrir que sigo en el mismo lugar de la constelación, y eso me tranquiliza y también me angustia. El taxi que pasa a buscarme tiene algo de nave espacial, faros potentes como para atravesar el espacio exterior. El espacio exterior que es el de la íntima luz suave de la noche tucumana. Un andar silencioso por calles ya tranquilas, que me devuelve al centro de la ciudad.