Desde España

En sus 39 años de reinado, entre 1975 y 2014, Juan Carlos I realizó diez rondas de consultas a los partidos para encargar la formación de gobierno. El mecanismo formal que la Constitución Española fija para designar candidato una vez celebradas las elecciones generales se ha repetido en siete ocasiones desde que su hijo, Felipe VI, heredara la corona.

Esas cifras parecen demostrar por sí solas que España no ha encontrado aún el camino para resolver la crisis institucional que siguió a la crisis económica de 2008.

Hasta entonces la política española estaba dominada por dos formaciones, el PSOE y el Partido Popular, que conseguían alternativamente mayorías parlamentarias absolutas o, en todo caso, victorias tan amplias que convertían las rondas de consultas del monarca en meros trámites formales a los que la incertidumbre no estaba invitada. Las elecciones solían tener un ganador claro y el rey no tenía más función que constatarlo en su ronda de consultas para encargar al vencedor la formación de gobierno. Diez en cuatro décadas, una cada cuatro años.

Sin embargo, la crisis económica que a partir de 2008 mantuvo postrado al país durante una década se tradujo en una crisis política que tuvo como consecuencias más sobresalientes la propia abdicación de Juan Carlos I –los españoles toleraron las sospechas de corrupción sobre el jefe de Estado y su familia mientras disfrutaban de un cierto bienestar pero dejaron de hacerlo cuando la perspectiva de prosperidad desapareció del horizonte de la mayoría– y la aparición de nuevos partidos. Podemos en la izquierda y Ciudadanos en la derecha llegaron para inaugurar una nueva era política. Muchos españoles dejaron de confiar en los partidos tradicionales y el bipartidismo, y con él la estabilidad institucional, pasaron a ser un recuerdo.

El sistema político español, una monarquía parlamentaria en la que los ciudadanos no votan directamente al jefe del Ejecutivo sino a los diputados para que éstos elijan en el Congreso al presidente del Gobierno, ofrece en teoría el marco institucional adecuado para alcanzar acuerdos entre las formaciones políticas. Sin embargo, la cultura del pacto es por el momento la gran asignatura pendiente de la democracia española. Ni los dos grandes partidos, que no se resignan a haber perdido la posición hegemónica de la que disfrutaron durante cuatro décadas, ni los recién llegados, que parecen haber heredado todos los vicios de sus antecesores, son capaces de alcanzar acuerdos duraderos de gobierno. En los últimos cuatro años, lo que en teoría dura una legislatura, España ha celebrado tres elecciones generales y va camino de la cuarta.

En esta ocasión lo hace tras el rotundo triunfo en las urnas de la izquierda el pasado 28 de abril. En esa noche electoral, después de una campaña en la que el temor a la irrupción de la extrema derecha provocara una movilización inusual del electorado de izquierda, se dio por hecho que el socialista Pedro Sánchez no tendría problemas en repetir como presidente. Sólo le hacía falta alcanzar un acuerdo con Unidas Podemos y convencer a las fuerzas nacionalistas catalanas y vascas de que no se convirtieran en un obstáculo. Sánchez tenía todo a su favor, pero decidió esperar un mes. Sospechaba que las elecciones municipales y autonómicas, convocadas para el 26 de mayo, consolidarían al Partido Socialista y debilitarían a Podemos. Así podría conseguir un apoyo de la formación de Pablo Iglesias sin necesidad de grandes cesiones. Los cálculos de Sánchez y de su gurú Iván Redondo –el Durán Barba español– acertaron en lo primero y fallaron estrepitosamente en lo segundo. Podemos retrocedió dramáticamente en las elecciones del 26 de mayo, pero no hubo forma de convencer a Pablo Iglesias de que abdicara de su decisión de sólo apoyar un gobierno presidido por Sánchez si éste incluía a ministros de Podemos en su gobierno.

Así comenzó un tira y afloja en el que ambos partidos pusieron más entusiasmo en ganar la batalla sobre el relato del fracaso del acuerdo que en evitar ese fracaso. El candidato socialista perdió la votación en el Congreso y ya no hubo segunda oferta de coalición a Unidas Podemos.

Durante todo agosto –el mes en el que España se va de vacaciones– no hubo negociaciones a pesar de que los plazos corrían. Mientras recibía presiones explícitas de los poderes económicos para no dar entrada a Podemos en el gobierno, Sánchez ofreció un acuerdo programático a esa fuerza que no incluía ministerios y al mismo tiempo reclamó a los partidos de derecha una abstención que le permitiera ser investido para gobernar en solitario. El candidato socialista acabó pidiendo a todos –a Podemos, al PP y a Ciudadanos– que lo dejaran gobernar para evitar una nueva repetición electoral a la que España está ahora abocada.

La duda es qué cambiará a partir del 10 de noviembre, día de la cita electoral. En el mejor de los casos, la izquierda tendrá una nueva oportunidad para ponerse de acuerdo. En el peor, si su electorado no se moviliza después de tanto despropósito, mirará desde la oposición cómo España, 45 años después de la muerte de Franco, vuelve a tener un gobierno con presencia de la extrema derecha.

Héctor Barbotta es periodista