Están próximos a cumplirse los diez años de la sanción de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (26522) el 10 de octubre de 2009. Todo lo sucedido en torno a eso proceso constituyó no solamente un acontecimiento comunicacional sino, sobre todo y fundamentalmente, un hecho político de enorme significación. Esto dicho al margen de las controversias que giraron en torno a la aprobación de la norma y a su posterior aplicación. Porque nadie puede poner en duda que se trata de una de las leyes más debatida, trabajada y militada en el marco de la democracia actual. Aunque esta realidad incontrastable haya sido negada sistemáticamente por las corporaciones mediáticas que se opusieron a la misma y desataron una batalla judicial para impedir su aplicación. Es innegable que la ley representó un paso hacia adelante en busca de la democratización de la comunicación y hacia la vigencia efectiva de la comunicación como derecho humano fundamental afectando intereses que molestaron al poder. Radican también allí los motivos que llevaron a Mauricio Macri --actuando en alianza con las corporaciones mediáticas-- a desguazarla por decreto apenas asumió sus funciones en diciembre de 2015.

Más allá del aniversario las expectativas se abren frente a la posibilidad del cambio de gobierno y el altamente factible triunfo la oposición agrupada en el Frente de Todos (FdT). Si bien desde ese nucleamiento político no existen definiciones taxativas sobre el tema de la comunicación más allá de algunas alusiones del candidato presidencial Alberto Fernández, muchos de los actores que se alinean detrás de su candidatura aspiran a recuperar sino la totalidad del articulado de la ley desguazada, sí a volver a poner en marcha los postulados fundamentales que le dieron vida y que en su momento trabajó intensamente la Coalición por una Comunicación Democrática.

El primero de ellos es recuperar para la ciudadanía el principio esencial de que la comunicación es un derecho humano fundamental, inseparable de la condición ciudadana, y que si bien la comunicación puede ser ejercida como una práctica comercial, el derecho está por encima de cualquier interés económico y el Estado debe actuar como garante del primero. Esto no se reduce apenas a un reconocimiento formal, sino que el Estado debe impulsar políticas públicas de comunicación (participativas, multiactores y multisectoriales) para garantizar la pluralidad de las expresiones comunicacionales, culturales, informativas, artísticas y creativas en general. Para ello es necesario invertir en el fomento de esa diversidad comunicacional, también con la finalidad de mitigar las desigualdades de poder económico que establece el mercado y que prácticamente aniquilan las posibilidades de expresión igualitaria de gran cantidad de actores ciudadanos.

En tiempos de vertiginoso desarrollo tecnológico del sistema masivo de comunicación no es poco lo que el Estado puede y debe hacer para garantizar la diversidad de expresiones comunicacionales, respaldando especialmente a quienes menos recursos tienen. Será una forma de generar condiciones para al menos presentar perspectivas diferentes frente al enorme poderío de las grandes corporaciones. Si se quiere efectivamente defender el derecho a la comunicación --y de esta forma a la democracia-- este respaldo no es una elección para el Estado y para el gobierno que lo conduzca. Porque a la vista está que la comunicación es, hoy por hoy, un ámbito irrenunciable de la lucha simbólica y cultural por el poder.