EL DIAGNÓSTICO

Estábamos en el living mirando televisión. No sé por qué me palpé la axila izquierda y la sentí: una pelotita dura, nítida. Casi me desmayo de la impresión, y eso que todavía no sabía nada.

Dormí mal esa noche. Al día siguiente fui directo al médico clínico y me colé en un sobreturno. Estaba muy asustada pero siempre fui hipocondríaca, así que esa escena la había vivido muchas veces y –como todo hipocondríaco es un supersticioso, según mi psicoanalista– en el fondo no creía que fuera nada.

El clínico me miró, me palpó, me hizo algunas preguntas y me recetó Bactrim, un antibiótico de amplio espectro. Me dijo que seguro era una infección en un ganglio de la axila, muy común en las mujeres por la depilación. Me quedé más tranquila. A los quince días, después de tomarme la caja entera de Bactrim, la pelotita seguía ahí. Volví al clínico para control.

¿Viste? –me dijo– La zona ya no está roja, ni caliente.

–Sí, pero no se me fue.

–Los ganglios tardan en volver a su tamaño normal cuando se inflaman. Ya se te va a ir. 

El resto lo recuerdo como una película de terror  proyectada a toda velocidad. El clínico que me atiende sin turno y me manda a hacer una mamografía de urgencia. Yo, que llamo a mi madre para que venga a acompañarme. Ella, que llega en tiempo récord. La técnica de turno, que dice que seguro no es nada mientras me aplasta las tetas con el mamógrafo hasta cortarme el aliento. La espera. La reaparición de la técnica con la cara de preocupación que le vería a todo el mundo los días siguientes.

–Quiero que tu mamografía la mire el doctor Avila, que es el mastólogo jefe. Por favor, esperá un momento acá.

Ahí estábamos mi madre y yo, sentadas en un pasillo angosto de una vieja casona de la calle Talcahuano reciclada en clínica privada, sin hablar, puro ojo abierto mientras escuchábamos al doctor Avila decir que había “algo” en la mama izquierda, que habría que operar enseguida.

 Parada en medio de la sala con el teléfono en la mano, debo haber parecido una liebre encandilada por los faros de un auto en plena noche. Estaba paralizada, azorada. No podía creer lo que me estaba pasando. En realidad no es que no pudiera creer. Muchas veces antes, frente a síntomas varios, había pensado que tenía algo grave (ya dije que soy hipocondríaca). Pero ahora la pesadilla era real. La cabeza me daba vueltas como un lavarropa en proceso de centrifugado: giraba y giraba sobre sí misma a toda velocidad, más y más rápido cada vez, haciendo un ruido ensordecedor que, claro, sólo yo oía.  

EN BUSCA DEL LIBRO PERDIDO

Desde el mazazo del diagnóstico, me pasaba algo que era muy mala señal: no podía leer. La vorágine en la que estaba metida había hecho pedazos mi capacidad de concentración hasta niveles que habrían sido alarmantes, de no ser porque había otras cosas por las cuales alarmarse. Aunque una y otra vez intentara volver a sentir el efecto benefactor que la lectura tenía para mí desde chica –ese olvidarme de mí para perderme en otra dimensión y, al regresar a la mía, sentirme diferente, como si despertara de un sueño–, las letras bailaban delante de mis ojos sin sentido. Leía y releía el mismo párrafo y no había caso, la vieja droga no tenía el mismo efecto, no me pegaba.

En los días entre quimioterapia y quimioterapia me sentía incapaz de cualquier esfuerzo físico o mental. Pasaba horas tirada mirando en la televisión los programas de chismes del mediodía, un mundo hasta entonces casi desconocido para mí, que entre semana estaba siempre en la oficina hasta las seis o siete de la tarde. La tele no me exigía nada, más bien al revés, me colocaba en un estado de flotación mental que no era muy distinto del que obtenía durante las meditaciones. Eso al principio. Con el correr de los días iba entrando en la vida de esas personas que se exponen hasta niveles inverosímiles. Cada vez que surgía la empatia –o el desprecio– y ponía punto final al estado de pensamiento automático y suspensión del juicio, apagaba el televisor. Me dije que para eso mejor volver a la lectura, y se me ocurrió que había llegado la hora de En busca del tiempo perdido. Así se lo comenté a mi analista durante una sesión. «Me parece apropiado para este momento», acotó lacónico. Me agarró con la guardia baja. Ni se me había ocurrido pensar cómo resonaba el título en el contexto de mi enfermedad.

Varias veces había encarado la lectura de los siete tomos de Proust. El primero lo había leído entero dos veces, separadas por años, pero había quedado varada en el segundo. Decidí que lo intentaría de nuevo. Fue una aventura mucho más dichosa de lo que podía suponer. El libro recuperó la lectora en mí. Leía como si fuera un policial: con hambre, con intriga, ensimismada al punto de que si me hablaban me sobresaltaba. En cierto modo el efecto de la lectura de Proust sobre mi subjetividad se emparen taba con el que me producía saberme enferma, como si le aplicara una lupa poderosísima a la realidad que la ampliaba hasta volverla irreconocible. Todo, hasta lo ínfimo, adquiría una densidad inédita, insospechada. Habitaba ese universo paralelo como quien habita un secreto, o como si hubiera sido creado para mí. Dice Mallarmé que el mundo existe para llegar a un libro. Mi mundo-libro había pasado a ser En busca del tiempo perdido y todo lo demás -la enfermedad y sus miserias- se diluía entre sus largas frases digresivas.

Sabía que Proust había sido asmático, que había tenido una salud frágil y que murió relativamente joven, a los cincuenta y un años. Lo que no tenía tan claro es que, además de todo el placer, me regalaría varias de las mejores páginas que jamás había leído sobre la enfermedad. Hijo de un médico prestigioso y hermano de otro, Proust tenía una relación ambivalente con los representantes de la profesión; dependía de ellos tanto como los odiaba. Llegó a decir que lo máximo que se puede esperar de los médicos es que prolonguen la dolencia que tratan. Por momentos esas horas en su compañía están mucho más vivas en mí que las penurias del tratamiento. Proust, para quien la memoria era la esencia misma de la literatura, me regalaba en cada página el bálsamo del olvido.

Leía esas historias dramáticas o brutales o conmovedoras, y mientras tanto iba apareciendo el deseo de escribir la mía. De a poco empecé a tomar apuntes. No había nada morboso en ese repaso de mi pasado reciente. Al contrario, mientras escribía, aunque lo hiciera sobre el cáncer, era como si lo que contaba le estuviera pasando a otra persona. En esos momentos yo estaba sana, por lo menos lo suficiente como para ser capaz de escribir, y esa simple comprobación ya me hacía bien.

Lo comenté durante mis sesiones de análisis. Muchas veces durante mi vida anterior al cáncer había hablado de la escritura como algo eternamente pospuesto, de los intentos abortados por la repugnancia que me daba leerme. Ahora el tema resurgía. Mi analista me alentó; creía que escribir podía ayudarme a procesar el trauma y de paso servirle a alguien, como esas lecturas me habían servido a mí. Era una vuelta interesante a la cuestión, liberadora. Ya no se trataba de pasar por el tamiz imposiblemente fino y esterilizador de la calidad artística.

El cáncer me había despojado de muchas creencias -en especial de la creencia en mi muerte como algo lejano y abstracto-, pero estaba alumbrando algunas nuevas. Quizás escribir un libro no fuera imposible para mí. Hasta podía llegar a publicar, lo que para alguien que se había pasado la vida publicando textos de otros era menos obvio de lo que aparenta. Suponía exponerme bastante, quizá tanto como los personajes de los programas de chismes de la tele. Sin embargo, la exposición de mi historia como enferma de cáncer me parecía mil veces menos osada que la exposición artística pura. No era tan loco pensar que por lo menos alguna persona que hubiera pasado por una situación similar podría identificarse con mi texto, y así sentirse menos sola. Iba a contar lo que me había pasado con eso en mente. Incluso si no era una idea tan altruista como aparentaba sino apenas una coartada, un empujón en dirección de algo que anhelaba desde siempre, tampoco tenía por qué hacerle daño a nadie, ni siquiera a mí.

CASTRADA

El invierno terminó, y con él el tratamiento de quimioterapia. Quedé pelada, ojerosa, hinchada, anémica y exhausta, pero viva. Un par de semanas después me empezó a crecer una pelusa grisácea en la cabeza. El oncólogo no me dejaba teñirme todavía; había tenido suficientes dosis de químicos por largo rato, era una especie de Fukushima ambulante. Ahora había que permitir que el sistema se limpiara. Opté por ponerme henna, ese mejunje con olor a yerba mate que no usaba desde la aparición de mis primeras canas y que coloreó la pelusa de un naranja esperpéntico. No estaba muy linda que digamos pero tampoco me importaba mucho, sólo de a ratos, cuando me topaba desprevenidamente con mi imagen en un espejo. Guardo unas selfies de ese momento con la luz de la tarde entrando por la ventana de la cocina de mi casa, retratos sonrientes de la sobreviviente de un naufragio.

Los valores de los análisis de sangre mostraban una recuperación incipiente de los glóbulos rojos, los blancos y las plaquetas. Martín me dijo que me iba a dejar descansar un mes y después empezaría con la radioterapia. “Preventiva” puntualizó como para alentarme. El objetivo era apuntarle a cualquier célula cancerosa en la zona del tumor y aledaños que pudiera haber quedado viva después del bombardeo químico, y así minimizar al máximo la posibilidad de una recurrencia de la enfermedad. Porque el cáncer tiene eso: se mueve subrepticiamente, se instala en otro órgano y desde ahí reorganiza el ataque. A falta de cura definitiva, la medicina echa mano de todo lo que encuentra para impedir el avance. Mientras se puede. 

  También era preventiva, o adyuvante como decían los médicos, la terapia hormonal que haría durante bastante tiempo en paralelo. Consistía en una pastilla diaria del famoso Tamoxifeno por lo menos durante cinco años, más una inyección mensual de Lupron (acetato de leuprolide) durante dos años. Mi cáncer era estrógeno-dependiente, es decir que el tumor se alimentaba de esa hormona. En el caso de mujeres premenopáusicas como yo entonces, las cantidades de estrógeno en el cuerpo son considerables; con la menopausia caen en picada. Las drogas actuarían estratégicamente en dos frentes distintos y simultáneos. El Tamoxifeno, me explicaba Martín, modula la recepción de estrógeno en las células, mientras que el Lupron actúa sobre la producción de estrógeno por parte de su fábrica principal: los ovarios. Si por un lado se reducía al máximo la producción de la hormona –anularla es imposible: cuando no la producen los ovarios, el cuerpo la obtiene de los depósitos de grasa– y por el otro lado se impedía que llegara a las células, le estaríamos cortando los víveres al monstruo.

–Te vamos a provocar una castración química –dijo Martín a modo de síntesis.

Castración química. Dios mío. Como a los violadores. Al salir del consultorio y durante los días sucesivos me torturaba preguntándome qué habría violado yo para merecerlo, y toda la culpa judeocristiana por mis pecados caía sobre mí sin piedad.