En 1986 la escritora canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939) publicó una novela titulada El cuento de la criada. Yo la leí entonces y tuve la suerte de apreciarla como --nada más y nada menos-- lo que era y debería seguir siendo: un inesperado golpe de timón en su obra, una distopía que fue nominada y ganó alguno de los premios más importantes de la ciencia ficción (siendo finalista para el Booker Prize) y fue rápidamente depositada a los pies de los Fantastic-4 del asunto: por orden de aparición/anticipación Un mundo feliz, 1984, Fahrenheit 451 y La naranja mecánica.

Hace unos pocos años, la novela de Atwood (quien ya había vuelto al género en la mucho más interesante y lograda y ganadora del Booker 2000 El asesino ciego y con la catastrofista-ecológica Trilogía Maddadam entre 2003-2013 que, aunque meritoria, no le quitará el sueño a nadie que jure por la inolvidable memoria de J. G. Ballard) resucitó por todo lo alto. Y vivió y sigue viviendo en listas de best-sellers del planeta todo con más fuerza que nunca cortesía de la conjunción astral de una serie de televisión, el Affaire Harvey Weinstein y el ascenso al poder de Donald Trump (o, tal vez, por la hasta cinco minutos antes impensable caída de Hillary Clinton). Desde entonces, El cuento de la criada es talismán y tótem y punta de lanza (nombrado en vano e invocado erróneamente) del feminismo mega-empoderado de última generación. Semejante exceso ha llegado a preocupar/irritar a su propia autora, quien en más de una ocasión ha intentado poner paños fríos luciendo visiblemente incómoda y enervada cada vez que en algún festival literario a alguien se le ha ocurrido la idea de que un puñado de becarias con túnica roja y cofia blanca la escolten hasta la mesa. Sitial desde el que -para indignación de los fundamentalistas del género- Atwood intentará explicar que lo suyo no es sci-fi "con monstruos y cohetes y viajes temporales y moluscos parlantes" sino ficción especulativa "que puede llegar a suceder". Ursula K. Le Guin nunca tuvo estos problemas ni dudas.

Aquí y ahora Los testamentos es, entonces, especulativa. Y, digámoslo, un poco especuladora. Y secuela nunca planeada según su autora quien consintió en intentarlo porque "me lo pedían mucho". Y otro de los tantos síntomas à la Harry Potter reveladores de que vivimos en la Era de la Histeria Colectiva. Y escándalo por el "error técnico" de Amazon al distribuirla antes de la fecha señalada. Y finalista firme para otro Booker y candidata reforzada para un Nobel que este año será dos y por lo tanto con mayores y mejores posibilidades para ella. Y todo bien. Porque Atwood (prueba incuestionable de su status en ascenso es que la camaleónica e insaciable Joyce Carol Oates ya publicó su novela atwoodcriadesca Riesgos de los viajes en el tiempo y que le han salido discípulas/protegidas como la hembra-revanchista Naomi Alderman y su muy elogiable El poder a la que estructuralmente Los testamentos recuerda en más de un sentido) es una escritora seria. Y no deja de ser una alegría que pueda disfrutar de todo esto vivita y escribiendo y no le llegue recién, como suele ocurrir en lo literario, de forma póstuma y cuando ya no hay futuro.

Los testamentos transcurre quince años después en la todavía teocrática República de Gilead de El cuento de la criada. Despegada casi por completo de su encarnación televisiva (aunque aprovechándose de alguna de sus innovaciones como Nicole; en la plataforma Hulu ya avisaron que harán lo posible por asimilar la nueva novela a los ya programados guiones y buena suerte para todos) y ya no está narrada por la sufrida y estoica Offred sino por tres mujeres víctimas y victimaria aún de aquel opresivo régimen que comienza a languidecer. A saber: las hijas adolescentes de Offred, Agnes Jemima y Daisy, a ambos lados de la frontera (sus partes son las menos convincentes y sus "revelaciones" se adivinan casi de entrada), y la manipuladora y ahora omnipresente Tía Lydia (lo suyo es formidable) aburrida y desencantada porque las tiranías siempre siguen la misma trama.

Así, intentar juzgarla sumariamente y lejos de tanto estruendo multimediático: ¿Es Los testamentos mejor que El cuento de la criada? No, y se extraña aquí esa contención claustrofóbica y pausada y final ambiguo y estructura más sencilla y más sólida; pero sí es más divertida y con mejores "efectos especiales" (a destacar el modo en que Atwood esquiva y esconde detalles de cuál fue el destino de Offred) y puede enorgullecerse del logro de proponer algo que se lee como a un folletín gótico-futurista con una conclusión un tanto más optimista. ¿En tiempos de juveniles Los juegos del hambre & Co. tiene sentido volver a todo esto? Sí, porque lo que acaba contando Atwood para un lector más adulto es algo que ya se avanzaba hace treinta y tres años: el fin del poder de los poderosos de Gilead (en este sentido es más política que la anterior). ¿Será prohibida la lectura de Los testamentos -como lo fue y lo sigue siendo El cuento de la criada- en diversos establecimientos educativos? Probablemente, pero a quién le importa mientras se sigan vendiendo rifles a adolescentes que prefieren matar a leer. ¿Equivale o es lo mismo un "acontecimiento literario" a/que una "obra maestra"? Me temo que no.

Los testamentos es, apenas, un buen libro.

Y hubo un tiempo en que eso era más que suficiente.

Ante tanto entusiasmo automático, más vale tener presente que si -como advierte Tía Lydia en las primeras páginas- "escribir puede ser peligroso", también puede ser peligroso leer si no se lo hace como corresponde. En resumen: tener mucho cuidado con que las razones correctas para leer Los testamentos se parezcan demasiado a las razones incorrectas para no leer Lolita.