Los críticos de cine suelen coincidir en que “el Joker de Todd Phillips no es una película comiquera”. Hasta parecen creer que eso es un elogio. Se equivocan. El Joker interpretado por Joaquin Phoenix es tan comiquero como el último tanque de Marvel Comics, aunque su director finja otra actitud para granjearse afectos en los festivales serios. Está bien, cada artista elige a quién hablarle. La película, sin embargo, dice otra cosa.

Es cierto que el ropaje que propone Phillips es el del cine de la década del ’70. Y que podría estar ambientada en Chicago, o en Nueva York. Pero está ambientada en Gotham City y, se lo quiera reconocer o no, eso implica pararse sobre 80 años de iconografía comiquera. Al punto que, en un relato que no necesitaba en lo más mínimo su presencia, que era sencillamente el origen del villano, está engarzado también el del hombre murciélago. Apenas el ángulo es distinto y Phillips nos advierte que el filántropo padre de Bruce Wayne bien podía ser el victimario reaccionario de Gotham. Sí: también los cómics contaron el universo del murciélago desde la perspectiva de sus enemigos. Y sí, también pusieron en duda la dignidad de Thomas Wayne.

La primera aparición en los cómics del héroe encapotado tiene 80 años. Y uno de sus primeros rivales fue, justamente, el Joker. En ocho décadas el personaje pasó por mil y una encarnaciones. Decenas de lecturas y abordajes distintos según qué autor y cuándo. El de esta película parece especialmente cercano al que concibió el guionista inglés Alan Moore (Watchmen, V for vendetta) en La broma asesina. Allí también el némesis es un mediocre standupero que enloquece y le salta a la yugular al sistema. Y allí también Moore presenta a un Batman que entiende que ese demente de cara blanca y pelo verde es su perfecta contracara.

El Joker de Phoenix y Phillips, si se lo observa en diálogo con las películas de Christopher Nolan, es esa misma contracara que planteaba Moore hace 31 años. En ambos hay diferentes grados de psicosis, pero sobre todo una diferencia de clase fundamental. Si el comediante enloquece, fuga hacia adelante y ataca al sistema que lo abandonó, para el joven de buena familia el resultado es el trauma y su fuga es hacia adentro, su actitud: abroquelarse con el sistema. Ambos actúan como outsiders, pero donde uno tiene contención, el otro encuentra abandono. Uno libera sus demonios internos por las calles y el otro se convierte en maestro del autocontrol y la gestión de recursos. El caos desatado contra el orden disciplinario hacia afuera y hacia adentro. Eso no es invento de Phoenix ni Phillips, estaba ya en páginas dibujadas.

La otra parte que valdría la pena discutir en torno a la afirmación de que no es “una película comiquera” es qué se entiende por “película comiquera”. Parece que, en general, se supone que es “comiquera” si abunda en efectos especiales, tiene trajes llamativos e intentos desesperados por salvar el mundo. Es una visión un poco reduccionista –por decirlo con elegancia- acerca de qué es una historieta (Persépolis, El gato del rabino y Ghost World, por mencionar otras también adaptadas a la pantalla). E incluso es reduccionista (cuando no rastro de poca lectura) acerca de qué es y qué puede contarse con un género puntual (el de superhéroes) dentro del lenguaje mayor del cómic. Como si en 80 años y miles de páginas se hubiera construido un personaje monolítico, sin diferencias de enunciación y calidad. O como si la deconstrucción del género que hizo Moore en Watchmen y (adaptada notablemente por Zack Snyder) hubiese sido pasada por alto. Y como si la distinción género/lenguaje no existiera.

Una de las más bellas virtudes del cine es su enorme capacidad para dialogar con otras disciplinas e incorporarlas dentro de su lenguaje. El ejemplo más obvio es la música, pero la literatura, la plástica y la fotografía también son materia recurrente. Con seis o siete décadas de adaptaciones en la pantalla e incluso transposición a ella de géneros nacidos en las viñetas, quizás sea hora de empezar a ver ese diálogo como positivo y meritorio. Porque Joker es una película profundamente comiquera. Y ahí radica buena parte de su fuerza.