Un gesto de amor. No una confesión, no una prisión. Un decir y un desdecir buscando la forma. La improbable tarea de construir un alfabeto del silencio, donde cada letra lleva por debajo un pequeño fragmento de autobiografía. ¿Sonido y silencio? Sí, es inevitable mencionar esta dupla cuando se piensa en la semiosis de las palabras, en los elementos inefables que las componen. En ese encuentro, desconcertante y fugaz, el agua empieza a subir. Estamos hablando de escritura pero también, de la vida. De la vida de quien escribe y de la de cualquier persona que intenta averiguar de qué está hecha su palabra. Este es el territorio que explora Eugenia Almeida en su ensayo Inundación (el lenguaje secreto del que estamos hechos).

Para eso, ella traza un orden personal de la “a” a la zeta”. Muchos escritores apelaron a este recurso pero, al momento de elegir una referencia específica, opta por el Léxico de afinidades, de Ida Vitale. Al igual que la poeta uruguaya, la escritora cordobesa sabe que la organización alfabética tiene apariencia de sistema gentil por su tentación de orden. Pero es, en verdad, una excusa para que las palabras cuestionen y desafíen su significado. Ahí donde Vitale anota “Abracadabra” (“para empezar, la magia/ abraxas, abrasax, abracadabra”, escribe), Almeida implanta la palabra “Ahora”. Y dice: “Escribir fue la voluntad, quizás, de un gesto de amor. El último gesto de amor de quien reconoce el deseo de retirarse del lenguaje y se resiste a entregarse a ese deseo”. El gesto es, entonces, su abracadabra: una plegaria protectora que le permita quedarse cuando todo indica que no, que para qué.

Luego siguen palabras como “búsqueda”, “compás”, “desfiladero”, “entusiasmo” y “filamento”, bastante antes que “silencio”, “tiempo” o “umbral”. Aunque se trata de sustantivos densos, la autora navega libremente entre la levedad y el peso. Para eso, recurre a la poesía, la miscelánea, el sesgo autobiográfico (y elige hablar de la madre muerta, del cartero que busca una casa pero no la encuentra porque alguien le informa que “se la llevó la inundación” pero también, de un ciervo grácil que se le cruzó en un bosque en la frontera entre Francia y Bélgica mientras hacía una residencia artística). Además construye pequeñas semblanzas sobre la vida de Franz Kafka, Herman Hesse, Ray Bradbury, Irène Némirovsky o Simone Weil.

Almeida les da espesura a sus escritores amados con intervenciones que son como notas al pie, preguntas sobre esa vida y esa escritura que transforman la aparente distancia con la que los retrata. Las hijas de Némirovksy cruzando Europa durante el nazismo con un manuscrito que la madre asesinada en campos de concentración escribió en tiempo de descuento. Bradbury tipeando Fahrenheit 451 en máquinas de escribir alquiladas por monedas. Weil a los ocho años respondiendo a quien le pregunta por qué llora: “Yo no lloro. Rabio”.

También se detiene en Sébastien Japrisot, autor del Trampa para Cenicienta, uno de libros preferidos de Eugenia. Tras contar la historia de este autor de un policial perfecto publicado a comienzos de los 60 en París, Almeida se pregunta cuántas versiones de una historia es necesario escuchar para entender lo que ha pasado. Se refiere a algo menos tangencial que la pregunta sobre el punto de vista de una narración y más cercano a sus obsesiones personales. Así el abracadadabra aparece nuevamente: “Cada vez que no puedo escribir repito como un mantra el nombre de Japrisot”, confiesa. De hecho, ella es autora de tres novelas negras. En 2005 ganó el Premio Internacional Las Dos Orillas, en España, por su El colectivo. Además, La pieza del fondo, fue finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2011. Y La tensión en el umbral, publicada en 2015, recibió en Francia el Premio Transfuge a la mejor novela hispánica.

En cada línea, el texto se inunda y se vacía sin previo aviso. No es que Almeida no quiera el lector que la acompañe: es que ella no teme que el lector haga su propio camino. Sabe que, para ser eficaz, el libro necesita de otro que también ponga el cuerpo. Pero ella puede demorarse, esperar a quien va llegando. Una vez establecido el acuerdo, es posible sumergirse, por ejemplo, en una inundación ocurrida en 2015 en la zona de Sierras Chicas, en las afueras de Córdoba, donde ella vive hace unos años. Esa entrada (la de la “I” de “Inundación”) es un relato de la cotidianidad quebrada, de la zozobra, de la gente en los techos sobre sus casas anegadas, de la radio que desde Buenos Aires ignora lo que pasa y se obstina con un partido de Boca. Así, la escritora demuestra que se dice lo que se piensa –el pensamiento también es político– aún en sobrias descripciones sobre el avance y retroceso del agua.

El efecto es parecido en “Lista”, una enumeración de 107 escritoras de diversos tiempos y geografías. De Marguerite Duras a Iris Murdoch. De Silvina Ocampo a María Moreno pasando por Vera Giaconi, Betina González y Sylvia Molloy. De Emily Dickinson a Diana Bellessi junto a poetas como Glauce Baldovin, Circe Maia y Marina Tsvetáyeva. Un párrafo escueto advierte: “Una pequeña lista, útil para las miles de ocasiones en que van a escuchar decir que las mujeres no se destacan en la literatura”.

Si se piensa en ensayos híbridos como éste, es imposible sustraerse de referencias como Escribir de Marguerite Duras o el largo y bellísimo poema con ese mismo nombre que escribió Chantal Maillard o las aguafuertes de Clarice Lispector reunidas en Revelación de un mundo. Inundación también mantiene una sintonía fina con El viaje inútil (Trans/escritura) de Camila Sosa Villada. Nada casualmente, el libro de Almeida y el de Sosa Villada forman parte de la colección “Escribir”, al cuidado de la editorial DocumentA/Escénicas. Libros hermosos por lo que dicen y también por su formato pequeño, delicado, orgánico.

Cuando los hombres escriben, la genealogía de la que vienen pareciera no importar. Por el contrario, las mujeres muchas veces eligen poner sobre el tapete a las que las enamoran y las anteceden como manera de situarse en un linaje que no fue silencioso sino que fue silenciado. Ellas escriben desde esa doble voz, que es la propia pero también, la de las escritoras que abrieron camino entre la espesura.

“Escribir lo que se hace. Escribir lo que se busca. Escribir lo que nunca va a encontrarse. Hasta el último gesto”, se empecina la autora. Porque Inundación no avanza como la trama de una narración. Más bien se queda en una zona, la excava, la circunda porque lo necesario aquí es estar, permanecer, aguardar. No es casual que ese gesto esté tan ligado a la poesía. Almeida es autora de un único libro de poemas, La boca de la tormenta, publicado en 2015. Si allí decía “Yo vengo a decir que permanezco en el silencio”, acá refrenda esa toma de posición. Y es que Inundación no es un texto que explore la escritura como resultado sino como búsqueda; es decir, “el pequeño ritual que me recuerda quién soy y al desplegarse dice que quizás aún no es tiempo de subirse al tren de la noche”.