Juan Perón sabía que la Argentina era una presa de esa batalla entre el imperialismo saliente, Inglaterra, y el naciente, los Estados Unidos. Su impacto en estas tierras no se hizo esperar. El regordete y rubicundo embajador norteamericano, Spruille Braden, detestaba el ascenso del nacionalismo argentino. Había aterrizado en Buenos Aires el 21 de mayo de 1945 y su tarea era, precisamente, liderar la oposición contra los militares encabezados por Perón porque su país no confiaba en su tardía declaración de guerra contra el Eje.
Un anticipo de la base social del embajador habían sido las movilizaciones de la oposición argentina saludando el fin de la guerra. (…) Braden aprovechó la situación para colocarse en la cresta de la ola y ayudar a la conformación de la llamada Unión Democrática integrada por radicales, socialistas, comunistas y demócratas progresistas, partidos en los que se expresaba no sólo la vieja oligarquía, sino también gran parte de la clase media urbana.
Entre los militares argentinos, la Marina, de tradición británica, encontró una mayor inclinación a cooperar con la remoción del vicepresidente Perón y el presidente Farrell. Pero el mayor objetivo de la oposición era, sin duda, sacar al coronel al que consideraban el sostén político central del régimen. Perón resistió. Convocó a los trabajadores para enfrentar la ofensiva sostenida por los líderes opositores con apoyo de la embajada norteamericana.
El 20 de agosto, en la Secretaría de Trabajo y Previsión, con un numeroso grupo de encargados de casas de renta definió que en el país luchaban dos grandes bandos: “los menesterosos millonarios que exigen que el Estado no intervenga para distribuir un poco la riqueza entre los que todo lo poseen y los que nada poseen. Podemos decir hoy que el problema está planteado entre dos grandes bandos, los que se aferran a su dinero y los que luchan por dar a sus hijos el pan para su cuerpo y para su espíritu. Sostenemos que queremos la democracia pero la queremos sin oligarquía, sin fraudes, sin coimas, sin negociados, sin miseria y sin ignorancia. Los obreros han de recordar que no deben ser –y no lo serán– instrumentos de ninguna fuerza ajena a su propio derecho y a su propia justicia”. Los días posteriores, Perón se reunió con muchos trabajadores más: ferroviarios, ladrilleros, estatales. El desafío estaba planteado. (…) La Unión Democrática, encabezada por Braden, realizó la llamada Marcha de la Constitución y la Libertad el 19 de setiembre de 1945, que juntó unas 200 mil personas, donde convergieron, en un gran malentendido histórico, por igual, la izquierda y la derecha del “viejo país”. (…)
La protesta se inició en la Plaza de los Dos Congreso y finalizó en Plaza Francia, donde se leyó una “proclama democrática”. Otro mal entendido histórico que definirá que “la democracia” y “la república” eran ideales que sólo podían tener las fuerzas políticas de las clases medias y ricas y no de los trabajadores. Previendo la conmoción social y la resistencia creciente de los trabajadores, el embajador norteamericano se fue del país el 23 de setiembre de 1945. La oposición apañada por la embajada norteamericana en Buenos Aires, los “republicanos”, estaban dispuestos a voltear el gobierno. Porque las consecuencias políticas de la marcha de la Unión Democrática no se hicieron esperar: querían la cabeza de Perón y no sólo por su liderazgo con los trabajadores sino también por su relación con Eva a quien consideraban, atizados seguramente por la envidia de sus mujeres, una mala influencia. (…)
El 8 de octubre las fuerzas militares de Campo de Mayo al mando del general Eduardo Ávalos, ex líder del GOU, exigieron la renuncia y detención de Perón. El 9 de octubre, un día después de cumplir 52 años, Perón fue obligado a renunciar a todos sus cargos: el presidente Edelmiro Farrell le había soltado la mano. Por esas horas, algunos militares fieles le sugirieron a Perón reprimir a los cuarteles sublevados, renunciar a la Secretaría de Trabajo, y continuar como vicepresidente y ministro de Guerra. Él no lo hizo. No estaba dispuesto a disparar contra nadie. (…) El 10 de octubre, los trabajadores rodearon a Perón. Luego de una visita de distintos gremialistas a su departamento de la calle Posadas, los obreros organizaron una concentración espontánea frente a la Secretaría de Trabajo y Previsión, a modo de despedida de Perón. Casi sesenta mil obreros asistieron para escuchar al ahora ex vicepresidente. “No voy a decirles adiós sino ‘hasta siempre’, porque desde hoy en adelante estaré entre ustedes más cerca que nunca. Y lleven, finalmente, esta recomendación de la Secretaría de Trabajo y Previsión: únanse y defiéndanla, porque es la obra de ustedes”.
Comenzaba así una semana que fue un parteaguas en la historia de la Argentina.
Arrinconado por los propios militares, Perón escapó de la Capital junto a Eva y se recluyó en una isla del Delta. A pesar de la crisis, intentaron ser felices. El coronel estaba ya fuera del poder, pero tenía el amor de Eva. En la madrugada del 13 de octubre, el Ejército le comunicó su orden de arresto y ni bien regresó del Tigre fue detenido y trasladado a una celda de la isla Martín García, con dos centinelas a su puerta. Desde la cárcel, Perón le escribió a Eva: “Esta inmensa soledad está llena de tu recuerdo. Desde el día que te dejé allí, con el dolor más grande que puedas imaginar, no he podido tranquilizar mi triste corazón. Hoy sé cuánto te quiero y que no puedo vivir sin vos (…) Te encargo le digas a Mercante que hable con Farrell para ver si me dejan tranquilo y nos vamos al Chubut los dos”.
Ese deseo ya era de imposible cumplimiento.
Perón ya no se pertenecía a sí mismo.
Mientras permaneció en cautiverio, los trabajadores y otros sectores populares, comenzaron a organizar la lucha por su libertad. El 15 de octubre se declaró en Tucumán la “huelga revolucionaria” y enviaron, de urgencia, representantes a Buenos Aires para que se reunieran en el Comité Central de la Confederación General del Trabajo (CGT) en Buenos Aires. En Santa Fe los dirigentes gremiales adoptaron la misma medida. Pero esto fue sólo el comienzo. Menos de veinticuatro horas después, los trabajadores de todo el país se pusieron de pie para reclamar la libertad de Perón. A la noche, el Comité Central Confederal de la CGT declaró un Paro general para el jueves 18 de octubre, “en defensa de las conquistas obtenidas y por obtener, y considerando que estas se hallan en peligro ante la toma de poder por las fuerzas del capital y la oligarquía”. Pero los acontecimientos se precipitaron. En el anochecer del 16 de octubre, una junta médica del Ejército viajó hasta la isla para hacer una revisión de la salud de Perón. Él se negó, por lo que ordenaron su traslado al Hospital Militar Central, en Palermo.
Entonces ocurrió lo inevitable. La madrugada del 17 de octubre de 1945 comenzó una revolución. Se produjeron manifestaciones en varios puntos de la Ciudad. La actividad comercial e industrial se paralizó. Miles de trabajadores llegaron a la Capital desde las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las acerías del Riachuelo. Cruzaron el Riachuelo por puentes o en botes. Miles de esos ´nadies´, que la voz porteña había denominado “cabecitas negras” se trasladaron al Hospital Militar para exigir la libertad de Perón y su regreso al gobierno.
Nadie describió mejor esas jornadas que el gran Scalabrini Ortiz.
“Corría el mes de octubre de 1945. El sol caía a plomo sobre la Plaza de Mayo, cuando inesperadamente enormes columnas de obreros comenzaron a llegar. Venían con su traje de fajina, porque acudían directamente desde sus fábricas y talleres. (…) Llegaban cantando y vociferando unidos en una sola fe. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir. Los rastros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. Descendientes de meridionales europeos iban junto al rubio de trazos nórdicos y al trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún. (…)Así avanzaba aquella muchedumbre en hilos de entusiasmo, que arribaban por la Avenida de Mayo, por Balcarce, por la Diagonal… Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe, iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, el mecánico de automóviles, el tejedor, la hilandera y el empleado de comercio.
“Era el subsuelo de la patria sublevado. (…)
“Los desconocidos”, así nombró Galasso a la multitud que tomó por asalto la Plaza de Mayo, cometieron “el sacrilegio” por el calor asfixiante de esa jornada, de refrescarse mojando sus pies en la fuente. “Porque la Ciudad, en ese entonces era de la aristocracia y con ello, sus modos de caminar, de vestir. Lavarse los pies en la Plaza de Mayo fue, para la oligarquía, el mayor de los crímenes.” El General Eduardo Ávalos –quien había conspirado para eliminar a Perón del gobierno– salió a apaciguar los ánimos de la multitud que rodeaba la casa de gobierno.
Hubo un solo grito impenetrable en su obstinación: “¡Queremos a Perón!”, exigieron los miles de trabajadores.
Farrell, desesperado, llamó a Perón ya transformado por la fuerza del pueblo en un líder. La conversación fue histórica. Perón le sugirió que convocara a elecciones y que el pueblo decidiera el nuevo Presidente. “Ahora me voy a mi casa”, le dijo a Farrell. Fue imposible: “No, ¡Déjese de joder! La gente está exacerbada. Nos van a quemar la Casa de Gobierno”, suplicó Farrell. Antes de la medianoche, Perón llegó a la Casa Rosada y se acercó al balcón. Y levantando y abriendo sus dos brazos, pronunció la palabra clave: “Trabajadores, trabajadores…” para ser escuchado por una multitud que dejó de rugir y guardó un silencio compacto. Félix Luna, en la investigación El 45, resaltó las sensaciones de Perón en ese momento. “Imagínese, ni sabía que iba a decir (…) El Pueblo era todo oídos y yo tenía que ser la voz. Fue entonces cuando la intuición vino en mi ayuda: tenía que pedir al pueblo que, previo a todo, entonase las estrofas del Himno Nacional”. Y Perón dio –según sus propias palabras– el “mejor discurso de mi vida”. Luego, ya ex vicepresidente, anunció su retiro del Ejército, volvió a sostener la ligazón con los trabajadores y recomendó que, al salir, los miles de obreros tuvieran el máximo de cuidado. En la despedida, Perón le pidió a la multitud: “Quiero pedirles que se queden en esta plaza, quince minutos más, para llevar en mi retina el espectáculo grandioso que ofrece el pueblo desde aquí”. Los trabajadores festejaron con un solo grito: ¡Mañana es San Perón! (…)
Y a partir de entonces, nada sería igual en la historia argentina.
(Fragmento del Capítulo “La patria de los descamisados” del libro Juan Perón, ese hombre)