Una noche, a mediados de los sesenta, en el kiosco del Lorraine encontré “Cita”, los cuentos de Rivera publicados por “La Rosa Blindada”. Allí, en ese relato que da nombre al volumen, Sepúlveda, un militante de izquierda sindical, habla a trabajadores rurales. Rivera narra a Sepúlveda: “Habló a cada uno de ellos, nombrándolos. Habló de lo que sabían apenas aprendieron a gatear: habló de los salarios de mala muerte, de los chicos que, sin terminar la escuela, se conchababan en cualquier trabajo, de reumatismos, artritis, accidentes, leyes incumplidas, envejecimientos, senilidades. Los delegados asintieron, movieron las cabezas, cerraron los ojos y se vieron en las palabras de un hombre que hablaba como ellos se hablaban de noche, a solas. Sepúlveda les contaba una historia, la de ellos, que no finalizaría mientras ellos la perpetuasen. Y eso lo entendían”.

Traer este fragmento hoy puede leerse como melancolía y anacronismo. Entonces conviene recordar que hablar de literatura, en ese entonces, era hablar de esto que no se habla hoy: lo social, la literatura como acto social. A quien busque ejemplos de lo que digo le bastará entrar en las entrevistas que hizo Miguel Briante en su historial periodístico, reunidas por Michele Guillemont y publicadas hace poco por “Mil botellas”. Allí, Briante conversa con Piglia, los dos lectores de literatura norteamericana. Citando a Pavese recuerdan que este opinaba que los norteamericanos (toda una marca en la generación de los 60/70) daban la impresión de bajar de un tractor y escribir una novela. A propósito de las entrevistas de Briante, hay otra que conviene mencionar mencionar, esa que les hace “La Opinión”, a Walsh y Briante en el 72. Los dos escritores, uno de cuarenta y cinco y el otro de veintiocho, cuestionan y se cuestionan los usos de la ficción. ¿Para qué escribir, qué escribir, a quiénes? Preguntas impensables hoy en la mayoría de los escritores. “Tomemos toda la masa de la literatura argentina, esa masa inmensa”, dice Walsh, “y tratemos de establecer en donde aparece lo que es un hecho central en la vida del pueblo – una huelga por ejemplo -. Yo sólo conozco un cuento de Andrés Rivera sobre una cosa así. O “Los dueños de la tierra” de Viñas. Es increíble. Ahí aparece una gran desvinculación”. Obvio, por entonces – impensable hoy – Walsh refiere el divorcio entre el escritor y el pueblo, un destinatario menos impreciso que ahora cuando no se sabe qué se dice cuando se dice pueblo.

Debieron pasar más de veintidós años para que me reencontrara con otra lectura de Rivera y, como la primera vez, la lectura deviniera toda una experiencia. Fue Osvaldo Soriano, a fines de los 80, quien me pasó “La revolución es un sueño eterno”. Que una novela sobre un jacobino de Mayo conjugara en sus acápites nada menos que a Perón y Lenín y en su título ensamblara la revolución, con una alusión a Raymond Chandler, resultaba, por lo menos, arriesgado. El Rivera que ahora escribía no era el mismo de “Cita”. No era sólo el paso de los almanaques el que había modificado su perspectiva y su estilo, afirmándolo. Era el tiempo concreto de la historia en el cuerpo. “La historia no nos dio la espalda: habla a nuestra espalda”, escribía Castelli según escribía ahora Rivera. Y esta frase, lo advierto, tiene un tono Rivera. ¿Se puede escapar de la influencia del tono Rivera? Pero, ¿su tono no es acaso un modo de mirar y comprender el mundo? Una vez que entramos en su tono, difícil hacerse el distraído.

Estos apuntes, surgen también, y principalmente, a partir de “Andrés Rivera, el obrero de la literatura” de Martín Latorraca y Juan Ignacio Orue, primer enriquecedor intento de biografiarlo a Rivera de la Editorial Sudestada. Notable también, digo, por el trabajo de investigación, la tenacidad en compilar aún sus pormenores más íntimos además de sus artículos críticos. No me convence, debo admitirlo, el subtítulo “obrero de la literatura”. Así Rivera pudiera suscribirlo, me resulta demagógico. Prefiero pensarlo a Rivera como artista. “Los sueños que omiten la sangre son de inasible belleza”, anota en sus cuadernos Juan José Castelli, el orador furibundo de Mayo que tiene la lengua carcomida por el cáncer. Es decir, Rivera persigue una belleza que se construye desde una perspectiva de clase y subvierte. Autor comprometido, la práctica de definición del ser, en su caso, ha sido la escritura, su causa mayor. Una escritura, la suya, que surge de la necesidad, del dolor, y no aspira a ser leída rapidito ni cómodamente.

Es cierto, Rivera defendía una concepción de la literatura como oficio, pero el obrerismo tiene algo de rescatista. Como si la condición obrera lo redimiera de su ser intelectual, rol despreciable para cierto dogmatismo proletarizante o el vitalismo tractorista que señalaba Pavese. Es cierto, la literatura de Rivera se empecina subrayando en la corporalidad lo que puede haber de cómplice con el poder en escribir. La lengua de Rivera, se infiere, balbucea y revisiona y pone en entredicho las palabras. A menudo en sus relatos hay relampagueos que enjuician el quehacer literario como jugueteo banal que no aporta al cambio histórico. En varias de sus obras Rivera manifiesta la tirantez entre literatura y acción, dilema persistente que surge, como constante, en su escritura. En este punto es lícito recordar que en más de un debate Rivera ha planteado, con su modos rudos de pasado militante y la voz gruesa, provocador, que la literatura no modifica en nada un sistema regido por la injusticia. Más allá del discutible tremendismo de su aseveración y, a la vez, concediéndole a la literatura sus valores propios, puede aducirse que como a la literatura no se le puede exigir la revolución, tampoco se la puede esperar de la convicción militante. Lejos de ampliar la interpretación de su obra, este maniqueísmo, el divorcio entre la escritura y la acción, puede bloquear su lectura. Estas aristas se suelen eludir, con frecuencia, en los acercamientos a su literatura. Sin embargo, es bueno admitir que estos cuestionamientos no son poca cosa en una época donde las discusiones literarias suelen formularse con sospechosa liviandad.

 

El caso Rivera, su persistencia en la orfebrería de escritura (arrancándole la noción de “bello estilo” a la derecha, Borges como modelo) y sus contradicciones personales refieren un desgarramiento de sinceridad inusual. La literatura puede no aportar, en lo visible e inmediato, a cambios sociales, pero tampoco es un oficio gratuito. Que un escritor consagrado, pasados los setenta años, se aislara del previsible confort del integrado y dispusiera estos elementos a una discusión que nunca ha sido sólo literaria, adquiere ahora un fuerte sentido político, infrecuente, que vale la pena actualizar leyéndolo.