El Cuento

Argentina, 2019

Dirección, fotografía y cámara: Claudio Perrin.

Montaje y postproducción: Verónica Rossi.

Animación: Belén López Medina.

Música: Pablo Sorini, Pablo Vergara.

Sonido: Bruno Chiovoloni.

Foto fija: Raúl Cardozo.

Diseño gráfico: César Belfanti.

Gaffer: Santiago Cánepa y Cristian Pérez.

Producción: Denise Almeida

Reparto: Zahir Perrin, Claudia Schujman, David Edery.

Duración: 72 minutos.

8 (ocho) puntos

David Edery encarna a un singular visitante.

Es curioso cómo sucede el cine, de qué manera una película llega finalmente a su estreno, tras meses, años de trabajo. Tarea siempre compleja, aun cuando las nuevas tecnologías aceleren el proceso. De todos modos, lo pragmático no niega la aventura de preguntarse hacia dónde un film se dirige, cuál será el puerto de arribo, cómo será recibido.

Todo esto es particularmente aplicable a El Cuento, la más reciente película del rosarino Claudio Perrin. Puntualmente, en lo que refiere al retrato de época que promueve, desde una sensibilidad afectada, que se traduce en el cariño por el hijo y en las expectativas de un mundo mejor. Él, Zahir, el niño protagonista excluyente de una película que lo ama por partes iguales, entre su padre director, y la madre actriz: Claudia Schujman.

Pero, se decía, es un retrato de época el que aparece. Surge mediado por los recuerdos de un pasado que se sitúa entre las paredes de la casa que se habita: detenida en el tiempo, con hálitos que atestiguan historias y vidas pasadas, con fotografías que son huellas fantasmales. Una detención un tanto amarga, pero también contrapunto con la mirada preocupada por un más allá, que atisbe respecto de cómo será el después.

En este sentido, ese devenir puede ser sugerido por las argucias del relato: si es que logran salir de su encierro, ¿hacia dónde irán los personajes?, ¿dónde imaginan podrían viajar? Ahora bien, la incertidumbre sobre el tiempo por venir es algo que la película busca y pregunta en la mirada de Zahir. Es el niño quien pierde noción de que hay una cámara, es él quien olvida actuar. El niño juega con lo que le rodea, y por eso todo puede ser. Si todo puede ser, no hay límites. El deseo nunca es más puro: no hay encierro que le contenga.

Lo que en todo caso agrega la cámara de Perrin es la consciencia sobre el presente. Aquí es en donde surge la reflexión sobre lo que se es, lo que sucede, sobre lo que se desea podría pasar luego (con Zahir como protagonista entre la naturaleza: vacía de gente como la ciudad, pero a diferencia de ésta, de puertas abiertas). Es por todo esto que llama poderosamente la atención cómo El Cuento coincide con un estado de ánimo social actual, que entiende -y anhela- un necesario cambio de época (política, moral, económica).

El film comienza y culmina con una escena que da estructura. Madre e hijo juegan mientras del otro lado del vidrio la ciudad transcurre brutal.

De esta manera, cuando Perrin elige enmarcar momentos y escenas de la ciudad -que no es otra más que Rosario, pero también podría ser otra- lo hace a partir de frases y palabras suficientes escritas en paredes, que rememoran hechos -Santiago Maldonado, 30.000 desaparecidos-, con cámaras de seguridad, con pintadas y pinturas que adornan vidrieras cerradas y testimonian el vaciamiento de las calles. El Ogronte se ha hecho con el poder. El Ogronte reina desde el miedo. Él es el monstruo que anida en el relato que la madre le lee al hijo entre las noches y el sueño ("Irulana y el Ogronte", de Graciela Montes), y que se traduce en las animaciones de Belén López Medina.

Así, El Cuento imbrica registros distintos. Está la anécdota, en la situación de esta madre y su hijo encerrados en una casa que cela su historia de familia. (¿Dónde está papá?). Junto al cuento dentro de El Cuento. Las animaciones que suscita. El archivo documental que irrumpe en reiteradas ocasiones (allí sí estaba papá). Y la visita de un hombre viejo y viajero (¿de otro tiempo?, ¿así como esa fábrica caída en el olvido, que él visita con tristeza?), que interpreta David Edery.

Pero, atención, el film comienza y culmina con una escena que da estructura. Es decir, es allí donde podría pensarse en un tiempo presente, articulado en la comunión con la ciudad habitada, en la mesa de un bar donde madre e hijo juegan mientras del otro lado del vidrio la ciudad transcurre en su brutalidad cotidiana. ¿Dónde, entonces, situar El Cuento? ¿Cuándo sucede? ¿Antes o después de esa relación de café con leche?

Las imágenes elegidas por Perrin conviven de modos a veces simultáneos, sin precisar de modo claro el nexo narrativo causal. 

Así también, el devenir narrativo que Perrin elige -con asesoría notable de Verónica Rossi desde el montaje, algo reconocido por el propio director- no conoce una lógica causal precisa. Las elipsis marcan el pulso, y las escenas no poseen comienzos ni términos claros. Lo que oficia es una yuxtaposición (de sentimientos, podría legítimamente decirse). Las imágenes conviven de modos a veces simultáneos, sin precisar de modo claro el nexo narrativo causal. El raccord surge extraño. Como el cuadro compuesto de muchas fotos familiares que la madre le enseña sobre el desenlace de El Cuento -nada casualmente- a su hijo.

En este sentido, la memoria -allí, justamente, la evocación que de Tarkovski el film elige en una cita- como constructora del pasado. El pasado, a su vez, como arcilla. En el marco de un presente que se tiñe de miedo, dolores, angustias, personas encerradas y vocacionalmente vigiladas. Un panorama sombrío. Pero está Zahir. Con él, la película cobra el vuelo que el director, se estima, necesitaba tras esa experiencia límite que supuso Umbral, película surgida de manera herida, tras el linchamiento en Rosario del joven David Moreira.

 

Esa angustia todavía late, tal vez la exprese el mismo respirar afectado, asmático, de Zahir, que la madre sabe cómo calmar. Una oxigenación que despierta hacia un mundo mejor. El cine, aquí, se asume como uno de sus agentes más importantes. Sus imágenes meditadas, finalmente, intuyen cuándo tomar posesión de la gran pantalla. Para decir lo que ahora, en este mismo momento y no otro, sucede entre los ánimos y las calles de una ciudad que es ésta y también tantas otras. Y todo gracias a la mirada de un niño. ¿Hay algo más potente?