No es un debate precisamente nuevo ni los argumentos parecen haber cambiado demasiado, más allá de la lógica adaptación a los tiempos. Luis Alberto Spinetta supo referirse al asunto en una época tan lejana como 1973, cuando en su manifiesto Rock: Música dura. La suicidada por la sociedad dijo unas cuantas cosas y tiró una línea que resuena con la misma fuerza: “El rock no ha muerto”. Años después retomaría la cuestión en una opinión publicada por el diario Clarín, en la que afirmaba que no era el rock lo que estaba en crisis sino el país.

Al rock se lo da por muerto bastante seguido.

La mirada nostálgica tiene un rol importante en la cíclica extensión de certificados de defunción. Como en la Medianoche en París de Woody Allen, nadie parece estar de acuerdo con su presente y pone una mirada sobre el pasado en la que el valor siempre es más alto, las cosas siempre fueron mejores. No es casual que el cantor de la frase “Mañana es mejor” haya batallado contra eso.

El principal argumento que puede escucharse por estos días tiene que ver en última instancia con la penetración comercial, con el grado de influencia del rock como género en la joven generación. El pop autotuneado arrasa en los rankings. La cumbia y el reggaetón cosechan muchos más adherentes que cualquier recital. El freestyle y el hip hop convocan multitudes. Solo algunas “vacas sagradas” pueden pensar en estadios llenos y alta rotación radial.

¿Y qué?

¿Cuándo el rock argentino fue “hegemónico”? ¿Cuándo siquiera el rock deseó ser hegemónico? Sí, los ’80 fueron fértiles y Soda Stereo abrió los caminos de Latinoamérica, pero los artistas argentinos siempre bregaron por reconocimiento y difusión de su obra, no por liderar la tabla del fanatismo de las masas (bueno, alguno lo habrá deseado, pero nunca fue el objetivo principal del movimiento). El “rock argentino” ni siquiera es un género, es un amplio paraguas bajo el que podía y puede convivir una multitud de tendencias estilísticas. Los pibes y pibas que rapearon el domingo en la Batalla de los Gallos de un Luna Park repleto tienen actitud rockera y –en algunos casos- un discurso tan rupturista como el que enarbolan los que se cuelgan la guitarra. Escuchar a alguien decir “eso no es música” o “cómo puede ser que los pibes escuchen eso” lleva a pensar en Grandes Valores del Tango. Opiniones muertas.

Demasiado a menudo aparecen juicios basados en una visión que nunca rasca bajo la superficie. Si la apreciación de la salud del rock se realiza sobre la base de lo que emite el mainstream, pues entonces el rock argentino nunca nació. O tuvo un solo bebé llamado “La Balsa”. O solo existió cuando los milicos prohibieron la música en inglés en 1982. O apenas tiene existencia cuando se forjan fenómenos populares como Soda Stereo, los Redondos, La Renga, Los Piojos, Charly, sume usted el nombre que más le plazca.

Es curioso porque hay quien señala que “el rock murió” en Cromañón. Lo que murió en Cromañón fueron casi 200 pibes y pibas. Lo que murió en Cromañón fue una manera de manejar el negocio y una inconsciencia general. Pero si se mira con ojo diligente y se escucha con oreja atenta lo que sucedía en la escena de esos primeros años del siglo, en rigor el rock vivía un momento creativamente pobre. Podía gozar de buena salud en las cifras –y esto también es relativo-, pero lejos estaba de tener una vitalidad artística que, horror, desapareciera tras diciembre de 2004. Y sin embargo: tampoco estaba muerto.

El rock está hoy tan vivo y bullente de propuestas valiosas como en la era previa a la guerra de Malvinas, pero hay quien prefiere no verlo y se refugia en la comodidad de decretar su muerte solo porque no se entera de lo que pasa. No sabe, no se entera, no investiga, sobre todo no escucha, pero dictamina. El discurso es tan reaccionario como penoso. Es probable que “llegar a Obras” sea hoy una tarea tan difícil como en los viejos tiempos, pero definir eso como síntoma de la salud del rock es de una necedad admirable. Bueno, no, admirable no. Es una forma de decir.

¿Queremos realmente que nos cuelguen una medalla en los medios mainstream? ¿Ser tapa de HolaCarasGente? ¿Que Mirtha Legrand maneje con soltura en su rancia mesa los nombres del rock como representante de una generación? ¿Creernos que el rock solo es valioso, solo está vivo, si lleva más gente que Paulo Londra o Los Pibes Chorros?

El rock se muere cuando quien dice cultivarlo hace trampa, cuando a pesar de cumplir con todos sus requisitos estéticos expresa un discurso retrógrado o fascista, cuando mira más qué es lo que funciona en los rankings antes que una secuencia de acordes o un verso apasionado. El rock no está muerto porque la pasamos tan bien en aquel show de Charly en el Gran Rex o el primer Obras de Soda. El rock está muerto en la persona que prefiere quedarse en casa escuchando grabaciones de 30 años de antigüedad antes que ir a ver qué hay en el Salón Pueyrredón o en Niceto Club o en Lucille o donde sea. El rock está muerto en quien cree que porque los freestylers llenan el Club Hípico o el Luna Park todo está perdido y los pendejos no tienen ni idea de lo que es bueno. El rock está muerto en quien supone que Lollapalooza es todo lo que existe, y como en la abigarrada oferta del festival del Hipódromo siempre aparecen unas cuantas propuestas mediocres entonces todo es mediocre y hay que llamar a la cochería.

Salgan al sol, paquetes. El rock está muerto en los suicidadores de la sociedad. Pero afuera la vida sigue latiendo.