En La fundición del tiempo, el largometraje documental del uruguayo Juan Álvarez Neme que terminó llevándose el premio a la Mejor Película Latinoamericana en la última edición del Bafici, las Antípodas se tocan de maneras misteriosas pero potentes. El blanco y negro prístino de un primer relato, firmemente enraizado en la historia de la ciudad de Nagasaki, Japón, es reemplazado por los colores de la naturaleza de Soriano, en la República Oriental del Uruguay. Dos orientes que el film entrelaza a partir de las relaciones emocionales, intelectuales e intuitivas de un espectador necesariamente activo.

Las faenas cotidianas de un “doctor de árboles” y sus esfuerzos por curar aquellos árboles de caqui que fueron tocados por el fuego destructor de la bomba atómica hace casi 75 años, sus troncos calcinados pero, sin embargo, vivos; la delicada seducción de un domador de caballos, un “susurrador”, a la hora de quitar del corazón del animal las cualidades más ariscas y dejarse montar por primera vez. Dos partes de un díptico de gran belleza visual y una sensibilidad abierta a las posibilidades del cine para tocar fibras secretas, por momentos cósmicas.

La fundición del tiempo, tercer largometraje de Neme –cuarto si se considera su ópera prima Al pie del árbol blanco, realizada para la televisión uruguaya–, tendrá un estreno comercial de este lado del Río de la Plata a partir de este jueves, en una de las salas del complejo Arteplex Belgrano, y desde hace algunas semanas también puede verse de manera exclusiva en la plataforma Qubit.

En el comienzo, un hombre planta las semillas de uno de los árboles heridos, iniciando un nuevo ciclo de vida. Poco después, trasplantará un pequeño arbusto y le encontrará un nuevo hogar en el bosque. El recuerdo de la tragedia no abandonará la pantalla pero, a diferencia de lo que afirma la canción de Bill Callahan que divide los dos capítulos del film, nunca habrá “demasiados pájaros en un solo árbol”. En comunicación telefónica con Página/12 desde Montevideo, el director de El cultivo de la flor invisible (2012) y Avant (2014) afirma que esos dos segmentos “nunca fueron dos películas independientes”, a pesar de que “el proyecto germinal estaba más relacionado con la historia del domador".

"Lo que ocurrió fue que, en cierto momento, la historia japonesa cobró mucha fuerza y hubo una especie de nexo mental entre ambos segmentos -continúa el cineasta-. A partir de una intuición que me guiaba, nos lanzamos a vincularnos con el arbolista y botánico Masayuki Ebinuma e intentar ir a filmar allá, en Japón. En el proceso de montaje, hasta el final, hubo dudas respecto si la película podía funcionar con ese formato de díptico. Pero cuando viajamos por segunda vez a Japón logramos hacer la entrevista con el doctor Ebinuma y, al ver cómo quedaba en el montaje, nos dimos cuenta de que la estructura era inquebrantable: La fundición del tiempo eran esas dos historias unidas".

-¿Conocía previamente la labor de Ebinuma o fue algo azaroso?

-Conocía previamente su trabajo. Hay un proyecto llamado “Kaki Tree Project”, que está centrado en Tokio y que, en realidad, tiene su origen en Tatsuo Miyajima, un artista que conoció la obra de Ebinuma y creó la idea de ofrecerle los “hijos” de los árboles, los brotes, a un grupo de niños, como un hecho artístico. A partir de allí se desarrolla un discurso muy interesante, un proyecto que incluso estuvo en la Bienal de Venecia, que habla de la resurrección del tiempo. Por esas casualidades o no de la vida, recuerdo que un día fui a la casa del domador, acá en Uruguay, y caí en la cuenta de que tenía un árbol de caqui en la puerta. Una de esas señales de las que a veces uno se agarra y piensa ‘bueno, el dios del cine me está hablando’. Y a partir de ahí perseguí la idea durante cuatro años.

-La primera parte está filmada en formato digital y en blanco y negro; la segunda, en colores y 16mm, dejando que las manchas y rayas de la emulsión ocupen la pantalla. ¿Siempre estuvieron presentes esas diferencias formales?

-Para ser totalmente sincero, hubo cosas que llegaron antes de comprenderlas y otras que estaban muy pensadas de antemano. Algunas pueden parecer caprichos y otras fueron fortuitas, pero siempre estuvo la idea de hacer un film que fuera como un juego de espejos. Que la primera parte no fuera igual a la segunda; que una fuese muy sensorial y la otra más intelectual. Hay también otras cuestiones. Por ejemplo, nunca había trabajado en fílmico y eso me interesaba. La segunda parte se filmó con una lata de 16mm, lo cual fue una apuesta bastante arriesgada. En principio, porque no había posibilidad de retoma, en un proceso documental que empieza y termina. Y, por otro lado, porque lo que hace el domador demora unas cuatro horas y teníamos cuarenta minutos de material. Eso nos obligó a hacer una selección muy rigurosa a la hora de apretar el botón de encendido de la cámara. Fue muy interesante porque, de alguna manera, editamos durante la filmación. En cuanto al tema de la fotografía, queríamos que el segundo segmento fuera en colores, más crudo, que no tuviera un alejamiento estético como la primera parte, para conectarse con esa cosa sensorial. Ahí es donde el componente estético se amalgama con lo narrativo, con lo que uno quiere contar.

-La palabra está en gran medida ausente, hasta que cobra una fuerza inusitada. Eso ocurre, de maneras muy diversas, en ambas partes. En la sección japonesa, hay un extenso y rico monólogo del arbolista.

-En mi largometraje anterior no había ninguna clase de entrevista y era mucho más observacional. Para La fundición del tiempo, la idea también era tener un acercamiento cinematográfico crudo, sin discurso evidente. Pero lo que ocurrió con el doctor fue que nos dimos cuenta de que era muy importante su relato. Nos interesaba mucho la operación de reconstrucción de este árbol, esa curación. La película intenta hablar de la transformación de la violencia y sin esa voz la idea quedaba un poco huérfana. En la segunda parte, las palabras del domador, Pierre-Gil Venzal, tienen más que ver con él que con mi búsqueda. Nunca lo había visto hacer la doma entera y acá él desarrolla un mantra que surte un efecto potente. Hay una lascivia en ese mantra que funciona también para el interés de la película. La acción del hombre extirpando ese estado salvaje del animal, como una especie de sumisión. Es un domador que no usa la violencia y esa decisión la tomamos muy temprano, porque nos parecía que filmar a alguien que maltrate a un caballo era demasiado simple. Me interesaba ver cómo, incluso en esa operación sutil, hecha con mucho cariño, la dominación también está presente. Hay algo que casi nunca cuento y es que al caballo terminamos comprándolo. Era eso o terminaba en un matadero. Después de filmar lo caparon mal y se mantenía salvaje, no se dejaba montar mucho. Por esa razón es un caballo que me cae bien. Así que ahora no sólo tenemos una película sino también un caballo.