Las miradas de Marilina y Alberto van de la ansiedad a la desconfianza y de ahí a la bronca y de ahí a las ganas y a la desconfianza de nuevo. Marilina y Alberto pasaron por todo en un tiempo que parece no acabar nunca. Un lapso eterno de emociones y esperanzas y temores y trámites que llevaron muchas corridas haciendo malabarismos entre páginas web y consultas y bancos y ministerios y el trabajo de ambos y los pibes chicos. Pero la fe empuja los milagros personales que cuesta tanto trabajo construir.
Pasando por encima de todo eso me cuentan su historia, tan fácil vista desde afuera.
Cuando se animaron por primera vez a pensar en la casa propia, Marilina y Alberto tomaban mate en la penumbra invernal de la mañana. Estaban en la cocina que hacía años estaba pintada de amarillo. Atrás de la puerta sin puerta que daba al cuarto, dormían los chicos. Ella había visto en la tele a Cristina hablando de un plan de construcción de viviendas, y se lo comentó a él cuando volvió del trabajo. Él le respondió con tedio y sin corazón que “esas casas deben ser en la loma del culo” y ella respondió con un sentido común tan devastador como incontestable: “ya vivimos en la loma del culo, pero alquilando”.
La idea había quedado dando vueltas y cada uno pensaba por su lado. No se había hablado más del tema en todo el mes. Ella pensó que a él le había parecido una mala idea. Una de tantas. Hasta que una noche llegando del trabajo empapado de lluvia y barro, Alberto le preguntó mientras se sacaba las zapatillas: “¿y? ¿averiguaste?” y ella no supo que era lo que tendría que haber averiguado.
El tiempo pasó entre esas averiguaciones, explicaciones, errores, comienzos y recomienzos. El sueño se había echado a andar como todos los sueños: con miedos y suspiros.
Una mañana de domingo Marilina se levantó de la cama muy temprano y encontró a Alberto sentado tomando mate bajo el dintel oxidado de la puerta. Él miraba hacia el fondo, absorto. Ella lo vio como si no fuera de este mundo, se arrimó una banqueta de las chiquitas y se sentó a su lado y descubrió lo que le pasaba, sin hablar. Entonces se hizo cargo del mate y compartieron la realidad de su situación. Sin hablarlo sabían que vivían mal. Que todos los esfuerzos no habían alcanzado ni para acabar de revocar el cuarto de ese lugar que ni quiera era propio y que la suerte extra habían sido los ocho ladrillos que sobraron y con los que él inventó la parrillita. Entonces decidieron preguntar y comenzar los tramites de ese plan de casa propia.
Cada tanto averiguaban como andaba la cosa, entre respuestas esquivas y certezas a medias, hasta que supieron que habían salido sorteados y que el lugar era un edificio alto y sobre una avenida asfaltada y cerca de todo. Entonces sintieron que por primera vez la suerte estaba de su lado. Esa noche fue igual a todas pero diferente porque cada vez que se miraban, sonreían. Él hasta había hecho un chiste preguntándole a donde iban a poner la parrilla. Ella llamó a la hermana y por primera vez no preguntó por su mamá. Se atoró contándole que el nuevo departamento tenía dos cuartos lindos, terminados y pintados.
Pasado el primer sofoco se dedicaron a pensar en voz alta, todo lo posible. Imaginaban el ascensor. Los vecinos, la entrada con puerta de vidrio. Salir sin barro. Otro cuarto pintado de blanco. Alberto ya no necesitaría mostrar con orgullo lo derecha que le había salido la pared que aun estaba en los ladrillos crudos. Habría que sacrificar la parrilla, pero quedaba en la casa de Augusto, el hermano. Hasta se animaron a mirar (aunque a la pasada) las casas de muebles, disimulando entre ellos que sabían que disimulaban.
Hace unos meses las respuestas comenzaron a ser esquivas. Al principio las fueron pasando por alto. Sabían que haber despedido a tantos empleados del estado daba como resultado que todo se complicara. Alberto había dicho inclusive, que “deben haber dejado a dos para todo y la gente los vuelve locos, pobres pibes, deben estar hinchados las pelotas con todo el mundo preguntando y ya ni deben querer responder. Cuando tengan algo nos van a avisar. Quédate tranqui”. Ella se malició lo peor y comenzó a seguir las noticias con una ansiedad que no había sentido nunca. Y tuvo razón.
De golpe se enteraron que el departamento que tenían ya adjudicado y sobre el que habían construido sueños y futuro se perdió en el horizonte que se alejaba por correos electrónicos de “espere” y “le vamos a avisar” hasta que dejó de “haber sistema”. El golpe de desgracia fue cuando se enteraron que el horizonte seguía allí, que no había desaparecido, sino que quienes habían desaparecido eran ellos, como si nunca hubieran existido, como si nunca hubieran hecho los tramites infinitos, y que en su lugar había policías. Tantos, que cuando fueron a reclamar con el alma y la sangre en carne viva, ni siquiera los dejaron acercarse.