La memoria es como un agujero de contornos inestables donde lo vivido se torna borroso. Viviane, una mujer de 42 años que tiene una beba de casi dos meses y acaba de ser abandonada por su marido, después de dos años de “infierno conyugal”, mata a su psicoanalista. “Usted saca el cuchillo de la cartera, se levanta, da un paso hacia adelante. El doctor sigue sonriendo, esperando lo que viene, como si estuviera mirando un espectáculo. Claro, él tampoco la cree capaz de esto. Siempre vio en usted solo una burguesa, una vulgar arribista, la típica neurótica a la que se amansa con pastillas blancas o celestes. Por fin se va a dar cuenta de quién es usted. Y efectivamente, a medida que usted se acerca, va desapareciendo la risita, se le paralizan los rasgos, su rostro blando se pone tenso. Pero cuando él toma conciencia de lo que está por pasar, ya es demasiado tarde”, describe ese narrador en segunda persona el momento previo al asesinato en la novela que se titula con el nombre completo de su protagonista, Viviane Élisabeth Fauville, de Julia Deck, publicada por Eterna Cadencia con traducción de Magalí Sequera.

Deck (París, 1974) cuenta que uno de los temas más importantes para los escritores es “comprar tiempo” para poder escribir. Licenciada en Artes por la Sorbona y diplomada en periodismo, trabajó en diversas publicaciones como Livres Hebdo, se desempeñó como secretaria de redacción en diferentes periódicos y como lectora de publicaciones extranjeras en París y Nueva York. Por su primera novela, Viviane Élisabeth Fauville –que fue traducida al inglés, al alemán, al italiano, al holandés y al sueco- ganó el Premio a la Primera Novela de la Universidad de Artois. Un escritor que ella admira es Yves Ravey –todavía no está traducido al español- porque “logra crear ambientes increíblemente misteriosos con muy pocas palabras; es un escritor en el que pienso mucho para lograr construir mis escenas”, dice la autora de Le Triangle d’hiver (2014), Sigma (2017) y Propriété privée (2019), que participó del 11° Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba).

-La idea simbólica de “matar al psicoanalista” se materializa en la novela. ¿Por qué en la cultura es tan importante “matar al padre”?

-No sé si es tan importante “matar al padre”; los psicoanalistas dicen eso (risas). El psicoanálisis ahora es mucho menos importante de lo que era antes en Francia. Pero para mi generación, cuando teníamos veinte años, parecía la única solución posible para resolver los problemas. Y siempre volvíamos a esta teoría de “matar al padre”, que se volvía como una especie de dogma que no podíamos verificar nunca. Entonces me dije: “vamos a hacer como hacen los psicoanalistas, que dicen que hay que matar a uno u otro, y vamos a matar a un psicoanalista”…

-Como si fuera una pequeña venganza, ¿no?

-Sí, pero una venganza amigable porque me gustan mucho los psicoanalistas, especialmente los lacanianos, que tienen más humor.

-En la novela también aparece un cuestionamiento a la maternidad idealizada. Si no se la ve a ella como posible sospechosa, es porque es una madre con una beba recién nacida. ¿Por qué sigue estando tan idealizada la maternidad?

-Es curiosa la representación de las madres que hay en la ficción; es como si hubiera una especie de corrección política para mantener una imagen que no se corresponde con la realidad. Imagino que debe pasar también aquí que hay como una obligación de ser una madre perfecta, una amante perfecta y tener una carrera perfecta. Pero eso no es posible; no podemos hacer todo. Esas mujeres que tienen tanta presión a veces explotan y uno lo lee en las noticias policiales en los diarios.

-Lo que estalla también es la idea de normalidad en la novela. La normalidad parece una categoría sospechosa.

-La normalidad es más peligrosa que la locura porque es más global; es una presión que se ejerce sobre toda la gente y es complicado porque necesitamos una norma para entendernos como sociedad; pero esa norma no va hacia lo individual, con lo cual hay un diálogo tenso entre los individuos y las normas.

-Las sociedades en general ponen al loco, al perturbado, al desequilibrado, siempre lo más lejos posible. No lo quieren ver cara a cara. ¿Por qué se le tiene más miedo a la locura?

-Ahora no hacemos tanto eso, sino que les damos medicamentos y ponemos a los locos en una especie de prisión química que los aleja más. Hay una angustia y temor muy grandes de ser como los locos y un deseo de tenerlos a distancia. Hay una fascinación también hacia la locura, pero tampoco querría dar la impresión de que hubo una época en que la locura era glorificada, como en los años 60 y 70 con los movimientos anti psiquiátricos. Yo sé que la locura es un sufrimiento. Lo que me parece terrible es ese lado insoportable que genera la locura para la gente, que tiene más temor que fascinación por el loco.

-En la novela se combinan tres personas narrativas: la segunda, a veces aparece una primera, y también la tercera persona. La segunda persona no es tan frecuente en la narrativa, es más bien anómala. ¿Cómo funciona esa segunda persona?

-Hay un libro muy famoso en Francia de los años 50, La modificación de Michel Butor, que está escrito en segunda persona. El “tú” de esa novela es muy distinto a lo que yo quería hacer; en La modificación esa segunda persona generaba proximidad y simpatía, pero yo quería dar la impresión de distancia con el “usted”, que es más amable.

-Esa segunda persona por momentos se parece a una cámara que va acompañando a la protagonista por los recorridos por París.

-Me gusta esa imagen y podríamos pensar que los otros personajes son como otras cámaras que funcionan de un modo diferente.

-Vicente Huidobro decía que “el adjetivo, cuando no da vida, mata”. ¿Por qué en tu narrativa no hay adjetivaciones?

-Yo coincido con la afirmación de Huidobro sobre los adjetivos; no es necesario el adjetivo, no es necesario el adverbio, tampoco funciones de coordinación ni de subordinación. Hay que usar pocas palabras cuando uno escribe; es la única manera de lograr escribir de un modo eficaz.