Es rara últimamente la relación del cine con el mal: las películas de animación hicieron que los monstruos dejaran de dar miedo y mostraron que lo terrorífico solo es una cuestión de perspectiva; algunas películas para adultxs, como Los 8 más odiados y Érase una vez en Hollywood de Tarantino, borronearon la distinción entre héroes y villanos y pusieron en escena la lucha por la supervivencia de personajes irredimibles. Por otro lado, la ejemplaridad sigue siendo un reclamo fuerte, y sigue planteando también una relación directa entre ficción y realidad que se podría considerar simplemente desacertada si no fuera porque además es ignorante y autoritaria. Guasón pone el dedo en todas esas llagas a la vez, y quizás por eso la película de Todd Phillips viene haciendo un recorrido tan extraño: dirigida por alguien que antes había hecho comedia, se llevó el León de Oro en el Festival de Venecia, la crítica estadounidense más prestigiosa le bajó el pulgar y en Argentina no deja de llenar salas, incluso a unas semanas de su estreno. Repasar algunso de los comentarios negativos en su país de origen sirve para entender la diferencia cultural que nos separa a pesar de todo; Richard Brody reclama desde un paradigma obsoleto que la película no hace nada interesante con el período histórico que trabaja (la Nueva York sucia de la década del setenta, o mejor dicho del cine de los setenta), Stephanie Zacharek argumenta que no se puede esperar que el público empatice con el Guasón en un país donde a cada rato hay tiroteos protagonizados por tipos como el que interpreta Joaquin Phoenix. Y, en general, se critica el exceso de actuación por parte de Phoenix, la intensidad apabullante, la viceralidad con que pone el cuerpo en primer plano para retorcerlo, mostrar el esqueleto debajo, la deformidad, el rostro que parece de goma, las lágrimas. Para resumir, hay algo que molesta en Guasón, o muchas cosas que molestan, y puede que eso sea lo más interesante que haya pasado con el cine en bastante tiempo (un cine donde, recordemos, se celebran Roma o Green Book, películas del consenso y la conciliación entre clases). Porque sin dudas lo que ofrece Guasón a lxs espectadorxs es una experiencia de la incomodidad, centrada en un payaso que gradualmente se convierte en asesino y en el líder de una masa descontrolada de gente que tiene bronca. La historia del Guasón, que Todd Phillips ubica brillantemente en la Nueva York de Taxi Driver y no en la actual, de canteros con tulipanes y seguridad ganada a fuerza de brutalidad policial, se asoma desde la alcantarilla, como el payaso de It: Arthur Fleck es un pobre diablo, un perdedor con un problema mental mal atendido por el Estado y su contención de rutina que vive con la madre, una mujer que, quizás en el detalle más conmovedor de toda la película, no para de mandar cartas a su antiguo patrón, Thomas Wayne, para que la ayude en tiempos de penuria económica. Pero la puerta de los poderosos está cerrada para personas como Arthur y su madre; quedan del otro lado de las rejas, y la escena en que Arthur visita al joven futuro Batman es la demostración amarga de que cada vez que nos fascinamos con superhéroes como él, estamos mirando solo el lado del privilegio y el poder. Lo que el Guasón pueda decir para justificarse —y dice mucho— es lo de menos, y confundir la perspectiva del personaje con la de la película es un error; lo revelador de la película es el proceso por el cual un infeliz encuentra cierta alegría, no en ocultar sino en sacar hacia el exterior, es decir volver obsceno, todo lo que hay de estridente en él, lo criminal, lo berreta, lo mal hecho, lo que raspa, lo intolerable, o el modo en que nos hace sentir que no somos Bruce Wayne sino la vieja que manda cartas que nunca tendrán respuesta, el hijo que nunca podrá triunfar en la comedia porque es pésimo y es un idiota.