VIAJE A LA SEMILLA

No soy yo quién para señalar con el dedo a esas viajeras irresponsables que, en busca de las vergas más descomunales, se internan en las más recónditas tribus africanas sin verificar previamente si practican todavía el canibalismo o aquellas otras que, en busca de experiencias límite, visitan países donde el pecado nefando todavía es condenado a muerte y se exponen a la deportación, pero aclaro que nuestros viajes (paso al plural porque, por razones de salud, nunca viajo solo), que no prescinden ni de una ni de otra expectativa, son sin embargo más cuidados en sus posibles efectos sobre la vida. ¿Para qué ir a África o a territorio musulmán si hay en nuestro continente todo lo que allí podría encontrarse?

Digamos, por ejemplo, Cuba, a donde fuimos porque tanto la Revolución como yo festejábamos un número redondo y mi familia consideró que no era justo que yo no conociera esa flor de la imaginación política del siglo XX. Cuba tiene una historia tan específica que a partir de cierto momento (que tanto puede ser 1898 como 1959, o ambas fechas), se crearon líneas temporales separadas que dieron en un multiverso. Cuba es la puerta a una realidad alternativa que explica por qué debe existir tal como es.

La Habana es el resultado de varias capas de esplendores: el extraordinario mar Caribe y la paradisíaca geografía cubana pero también el esplendor de los cuerpos. Sobre esa capa, el esplendor colonial, muy presente sobre todo en la Habana Vieja, que no tiene nada que envidiarle a las ciudades-museo de la vieja Europa. Y luego, el esplendor burgués, muy evidente en el Paseo del Prado, de una majestuosidad difícil de encontrar en cualquier capital del viejo continente, o en Vedado y Miramar, los barrios más alejados en los que las casonas con jardines todavía conservan su vieja dignidad. El esplendor mafioso se corresponde con la década del treinta, cuando los grandes carteles norteamericanos, durante la prohibición, se instalaron en la isla (Al Capone tuvo casa en Varadero). El Hotel Nacional es un emblema de esa época de vicios y prostituciones. El esplendor revolucionario se confunde un poco con el esplendor modernista: la plaza de la Revolución es naturalmente un espacio post-castrista, pero comparte ideales con el edificio Focsa (1956) o el Hotel Habana Libre (1958).

Todas esas capas de esplendor hacen de la Habana una de las ciudades más hermosas del mundo (sin duda: la más bella del continente americano).

BARRIOS DE LA HABANA
Deliberadamente, elegimos no vivir en ninguno de los barrios equivalentes a aquéllos donde viven nuestros amigos en nuestra realidad: ni Habana Vieja (San Telmo) ni Vedado (Palermo) ni Miramar (San Isidro) ni Alamar (Lugano). Vivimos en Centro Habana (Constitución-Congreso). La diferencia es que Centro Habana ha sido efecto de una catástrofe bélica. Prácticamente toda la zona es un amontonamiento de escombros, basura y charcos de aguas servidas. Nuestra casa, por fortuna, mira al mar, completamente indiferente a las rasgaduras espacio-temporales de la Independencia, de la Mafia, de la Revolución.

De noche, desde nuestra ventana, vemos a la gente sentada en el Malecón entre los restos hediondos de un carnaval que sucedió hace una semana.

Caminamos por Centro Habana, sin problemas, con la impresión de que ese paisaje de destrucción ya lo conocíamos. De pronto nos dimos cuenta: es la misma impresión que tuvimos en Alejandría, esa perla del Mediterráneo destruida por completo luego de la arabización de Egipto.

DINERO Y CHÁCHARA

La primera noche, un bicitaxista quiso llevarnos al callejón de Hamel, espacio curado por una comunidad de artistas seguidores de un culto sincrético afrocubano. Supimos negarnos a ese primer asalto, sobre todo porque vimos en el mapa de google, a través de la conexión a internet que pronto nos abandonaría, que el lugar estaba a apenas cinco cuadras.

Llegados al callejón, nos interceptó un joven que se dijo hijo de alguien, cuya relación con el lugar era sino de soberanía, al menos de autoridad (se trataba de una cooperativa). El joven, munido de una credencial identificatoria similar a las que fabrican en el Centro Universitario Devoto, nos explicó rudimentariamente algunos lugares comunes de la cubanidad, el arte africano, la vida y el sistema de racionamiento que rige en la realidad cubana, y de manera algo vaga el modo en que nosotres podíamos ayudarlo a él, a la cooperativa más en general y al futuro de Cuba en términos absolutos: se trataba de comprar todo lo que él nos ofreciera. Fue un bautismo de fuego: entendimos que, a partir de ese momento, íbamos a ser proveedores absolutos de todos y cualquiera.

Terminados los tragos en un barcito decorado con basura de diferente procedencia (un oso de peluche piojoso, carteles de la revolución, botellas vacías, bañeras recicladas, jaulas con pájaros vivos y toneles con iguanas disecadas), abonamos y partimos en compra de habanos, porque ese fin de semana los cooperativistas podían venderlos a mitad de precio.

Para nuestra sorpresa, nos internamos en el barrio, con casas cada vez más desvencijadas y con niños semidesnudos jugando con rollos de cartón que había tirados por doquier. Siete sedes de cooperativas después, llegamos al departamento donde nos esperaba un amigo de nuestro Virgilio quien, cuando nos supo argentinos dijo no “Guevara” sino “Maradona”. En una mesa habían dispuesto ya las cajas de habanos. Elegimos, para decepción de nuestros anfitriones, una sola caja de Montecristos del 4 (los que fumaba Guevara, nos dijeron, ¡ahora sí!). Ellos pretendían que compráramos 4 cajas (dos cada uno). Les dijimos que Argentina estaba en cesación de pagos, fórmula que en esa realidad carece de sentido, porque la moneda de intercambio con los “otros” que somos es convertible: un peso = un dólar, menos el impuesto que cobran en represalia por el bloqueo.

El bloqueo se funda en razones mezquinas que se remontan, como queda dicho, a las suturas espacio-temporales del 98 y del 59. En nombre de una “democracia” más bien abstracta y nunca verificada bien del todo, lo que se oculta es la capacidad de esta realidad para inventar formas superiores de capitalismo. Airbn, ...invento cubano. Uber, ...invento cubano, monedas virtuales, … invento cubano. Jornadas laborales reducidas, ...¡invento cubano!

Los gringos desesperan ante la capacidad de invención de esta gente que, aún encerrada, se ha dado maña hasta para inventar el billete de tres pesos (es, en verdad, un invento argentino: Ernesto Guevara, cuando fue Presidente del Banco Central, lo emitió para autocelebrarse), cachetazo imaginativo que no tiene espacio en el sistema métrico decimal que rige nuestra realidad.

LA SEGUNDA VENIDA

¿Fin de la historia? ¿Biopolítica? ¿Contentamiento de los animales poshistóricos que somos? Invento cubano.

Si la historia terminó (con la Revolución) el Estado debe garantizar el contentamiento de la gente, aún cuando nadie tenga nada para hacer: es por eso que la gente se sienta masivamente en el Malecón, a ver pasar la vida, que para ellos es sencillamente la observación del flujo macizo del tiempo, siempre idéntico. Los días se suceden sin pormenores significativos y, en el fondo, el secreto anhelo de todos los que miran absortos el paso del tiempo es la Segunda Venida.

Un poco por eso, el Estado inventa pormenores. Por ejemplo, el Carnaval de agosto, que acababa de terminar. O el venidero de noviembre (la población no sale todavía de su estupefacción). Como ahora no llegan los grandes cruceros, en cuyos bolsillos descansaba buena parte de la bonanza y el contentamiento de la población, la ciudad vacía se entrega con algarabía a esas invenciones poshistóricas.

En cuanto a biopolíticas, la Revolución se jacta de haber eliminado la mortalidad infantil y de un sistema de medicina social preventiva de excelencia: lo viviente está sanísimo, al menos en los umbrales mínimos de supervivencia. Como no hay necesidad de deseo, ni de trabajo (porque la historia ha terminado), las jornadas laborales son cortísimas e incluso completamente triviales.

TRACCIÓN A SANGRE

Pasemos al tema que a este suplemento le interesa, la educación sentimental de la isla. Después de la aventura de los habanos, ya nos quedaba clara la propensión musulmana de los isleños al secuestro y el chamuyo. A veces tiene que ver con la obtención de un beneficio, a veces un mero juego que funciona como práctica de supervivencia. Habíamos rechazado a un bicitaxista, no sólo porque sospechábamos de sus intenciones, sino porque soy enemigo de la tracción a sangre, que la Revolución debería haber prohibido tajantemente pero que el Período Especial volvió a instalar para siempre.

Volvimos a nuestra casa para cambiarnos para la noche cubana loca, para la cual teníamos un itinerario preciso y complejo: primero Las Vegas, cabaret de transformistas (“drag queens”, diríamos en nuestra realidad, pero aquí el tiempo no ha transcurrido igual) y después Pico Blanco, una discoteca en el piso 15 de un hotel.

Entramos a Las Vegas y fuimos de inmediato flechados (como un par de gacelas acechadas por unos cazadores furtivos) por un negro de belleza clásica que, dos minutos después, ya se estaba haciendo pagar una cerveza. Nos explicó, con unos gestos de “a mí no me importa nada” que nos tenían cautivados, que en una semana se iba a Rusia, uno de los pocos países a los cuales los cubanos pueden viajar sin visa de salida. Los otros son: Nicaragua, Venezuela y... ¡Uruguay!

Él se dedicaba a la construcción y hacía gimnasia, lo que quedaba demostrado por sus pectorales extraordinarios y completamente desproporcionados respecto de su cintura de avispa.

Las Vegas era, como su nombre hace suponer, de una decadencia extrema, y la transformista estrella hacía un show penoso y burocrático (y era la mejor de la isla). Le sugerí al jinetero (mientras me acariciaba la rodilla debajo de la mesa) que nos fuéramos a Pico Blanco. La música era mejor, pero la gente también estaba sentada en mesitas, como si fuera a suceder algún show. “Mi show es mejor”, dijo el jinetero con picardía. Mira tú. ¿Y cómo es tu show? “A ti qué te gustaría hacel-comigo?” Comerte entero (yo no me voy a quedar sin palabras tan fácilmente). Como si nos conociéramos de toda la vida me estampó un beso bastante bien dado. Le dio otro a Sebastián Freire y luego me dijo que bajáramos a fumar y platicar.

Que esto, que lo otro, que aquello. Ok, le dije. En casa hay más cervezas. ¿No me vas a salir con un martes 13? Le tuve que explicar el sentido de la expresión. Platicamos largamente. Él era 98 % activo y 2 % pasivo. “Te platico la veldá. Aquí ningún cubano singa sin cobrar”. Quise decirle: soy enemigo de la tracción a sangre, para mí la historia no ha terminado, soy sujeto del deseo y el deseo es el deseo del otro, pero ya en una mesa santelmina, en la otra realidad, mis propios amigos me habían acusado no tanto de abolicionista, sino de mojigato. En cambio, le pregunté: ¿Cuánto? “Yo habitualmente coblo 50 pesos para ser activo. Y si quieres que sea pasivo (descubrí que era lo que más quería, que se moría por dejarse llevar por ese fuego) tienes que agregar 5 más”.

Ah, el fin de la Historia, la Revolución, las biopolíticas, el contentamiento... Todo estaba como en épocas de Batista, sólo que ahora mediado por la mafia rusa, los capitales españoles y canadienses y, como se verá, las cooperativas. A las jineteras matutinas había ahora que sumarle los jineteros de la noche. Nosotres, turistas, somos las presas de esos animales hambrientos que no saben cómo actuar sentimentalmente porque ninguna escuela se lo ha enseñado (faltan lápices, material didáctico) y porque el aislamiento va de la mano con la escasez.

Nos despedimos de jinetero diciéndole que no teníamos el dinero en este momento y que mejor habláramos el domingo, al número falso que anoté en su teléfono.

Volvimos a nuestra casa, que había conservado la refrigeración, el calor de hogar y la virginidad.

LAS PLAYAS DEL AMOR

Al día siguiente fuimos a la playa gay de Habana Este, Mi Cayito, rigurosamente custodiada por soldados con cara de orto por el trabajo penoso que los obligaban a hacer (a poco más de cien kilómetros de ahí, en las playas de Miami, también hay cock police, de modo que no nos dejamos sorprender por un control semejante).

La Habana Este es ya zona semirrural, con barrios “revolucionarios” como Alamar (un fracaso absoluto), plantaciones de frutas tropicales y, por supuesto, playas de arenas blancas y aguas cálidas.

Arreglamos con un taxista que estaba en la puerta del hotel Habana Libre el traslado, la espera y la vuelta por cuarenta dólares, cuando el malhadado Dorian, que amenazaba las costas norteamericanas, se coló en nuestra realidad descargando una lluvia de una intensidad mayor a las habituales lloviznas de cada tardecita. En Mi Cayito había llovido más temprano y las locas ya estaban de vuelta en la playa desplegando la clásica algarabía que caracteriza al colectivo en todas partes. Alquilamos una sombrilla, nos metimos en el agua, continuamos aprendiendo los tarifarios sexuales. Un trío en la isla sale 40 dólares, dijo un señor horrible que pretendió seducir a Sebastián Freire con una exhibición minúscula de carnes (la calidad de sus besos justificaba la tarifa de nuestro amigo de la noche previa, pensamos).

A todo esto, conviene aclarar que la aplicación Grindr no funciona en Cuba (maldito bloqueo), pero su gemela Scruff, que es europea, sí.

Sebastián Freire tenía ya tres fans: un joven diminuto que se dedicaba a la educación pública, un sedicente modelo de pasarela y un bailarín de uno de los conjuntos nacionales. Los tres sabían que no cobrábamos ni pagábamos por sexo pero pese a ello querían conocernos. Hicimos citas con los dos primeros en diferentes noches. Ninguno de los dos llegó a horario (o no llegaron).

Abandonamos La Habana sin conocerlos, pero no cesaron de mandar mensajes de whatsapp. Nos prometían, allí donde estuviéramos, amor eterno.

Cuando volvimos a La Habana, una semana después, conseguimos encontrarnos para una sesión fotográfica con el bailarín de planta (un fuego). Sellamos una hermosa amistad y empezamos a amar un orden que la semana previa se nos escapaba.

EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Faltaba todavía una sorpresa. En la Plaza de la Catedral (tal vez la más hermosa de todas las de Habana Vieja), uno de los sempiternos “atraedores” de clientes nos vio haciendo una foto de la serie “Por amor al arte” y nos interpeló: “¿Taxi?” No. “¿Habanos?” Ya compramos en el festival de cooperativas. “¿Perico?” (cocaína en el área del Caribe). ¿Perdón? ¿Qué? ¿Maradona? ¿No es esto una isla de una realidad alternativa?

Lázaro se llamaba nuestro nuevo amigo y conversamos sobre ese asunto y otros muchos. Él nos abrió la puerta, literalmente, a realidades que no sospechábamos. Los jineteros también tienen su cooperativa, que es además una escuela de seducción y de artes amatorias. Funcionaba, nos dijo, en dos sedes. Los niveles iniciales, o digamos, la selección de postulantes, se realizaba en los salones traseros del edificio “La Moderna Poesía”, cuya sobriedad habíamos admirado horas antes. Los niveles superiores funcionaban en los camarines y salas de ensayo del teatro Karl Marx, del otro lado del río Almendares, cerca de donde estaban los edificios que ocuparon los rusos antes de abandonarlos precipitadamente.

Naturalmente, quisimos acceder a esos círculos donde se preparaba a los jóvenes cubanos para la administración del placer, que era una estrategia más de esta realidad para imponerse a aquélla de la cual veníamos. Antes la Revolución exportaba sus ideas de la mano de rifles y entrenamiento de tropas angoleñas. Ahora lo hacía mediante besos y memorias corporales. El sentido de la consigna “Revolución o muerte” cambió por completo para nosotres.