En el primer plano de Los sonámbulos vemos –justamente—un primer plano de Érica Rivas, en este film Luisa, durmiendo. Es tan solo un segundo, porque enseguida sus párpados comienzan a temblar y se abren de par en par, abruptamente alertada por unos sonidos acuáticos inéditos en un departamento. Es que nadie duerme de noche en esta película. Pareciera que en ese lapso de tiempo es cuando más cosas ocurren. El título ya nos anticipa de que se trata todo esto. Y ni bien nos sumergimos en ese universo no hacemos más que confirmarlo: palpamos esa intranquilidad, esos comportamientos extraños, las ojeras pronunciadas que dibuja el reino de la noche sobre el conjunto de esta familia.

Los sonámbulos, el quinto largometraje de Paula Hernández , tiene lugar en una casa de campo, probablemente en la provincia de Buenos Aires. Un viejo caserón rodeado de bosque donde la abuela Meme, anfitriona y alma mater de la familia –interpretada por la gran Marilú Marini-- recibe la visita de sus tres hijos y sus respectivas familias. Sergio (Daniel Hendler) con tres hijos varones de distintas edades, Inés (Valeria Lois) con su bebé lactante, y Emilio (Luis Ziembrowski) junto a su mujer Luisa, (la mencionada Rivas) que van con Ana, (Ornela D’Elia) su hija adolescente. Es a través de este último núcleo que vemos el resto de la familia grande. Un trío con bastantes rispideces, fallas en la comunicación, si bien hay intentos mutuos por acercarse y comprender al otro. Ana está entrando en la adolescencia y está más monosilábica que nunca, lanzando bufidos a padre y madre, metida adentro de su teléfono celular. La llegada de Alejo (Rafael Federman), el primo joven que vuelve de un viaje largo, modificará las energías de la casa. Un poco a la manera de Teorema (1971) de Pier Paolo Pasolini, el joven con su carga sexual contenida, provocará situaciones en algunos de los miembros, fundamentalmente femeninos de la familia.  

La convivencia en la casa familiar, su dinámica amodorrada, diletante y bromista, a la vez que la emergencia de problemas desde el fondo de los tiempos, recuerdan un poco Las horas del verano (2009) de Olivier Assayas . Allí también el clima distendido de una familia de la alta burguesía departiendo en la naturaleza se combinaba con viejos dolores y necesidades más urgentes, algo que comparten ambos filmes: la urgencia por hacer algo con una casa demasiado cara de mantener. 

Pero aquí, ya desde el comienzo nos encontramos con una situación de mayor nocturnidad y tensión inexplicada. Ana es sonámbula. Su madre la encuentra desnuda y sangrando en el palier del edificio, la noche previa al viaje. A la vez, ese mutismo, ese automatismo de la adolescente la acompaña también cuando está despierta. Sus comportamientos son vigilados por Luisa, una madre en estado de preocupación permanente. El filme se contagia de sus nervios crispados, sus inquietudes, por mas que el resto de la familia intente desestimarlas y le repitan consuelos de Perogrullo “Ana está creciendo” o “Hay que darle más libertad”. El espectador también se pregunta si esa intranquilidad constante es necesaria o quizás un rasgo de la angustia de la protagonista. En distintos tiempos, las dos respuestas parecen ser respondidas afirmativamente.

La puesta en escena propuesta por Paula Hernández consigue perturbar. Con planos secuencias y una cámara en mano que rodea a los protagonistas en sus desplazamientos, movida por las palpitaciones fundamentalmente de Ana y Luisa, parece ser un integrante más de la familia, uno que sigue de cerca las incomodidades que viven en ese fin de año enloquecedor. Esa inmediatez con la piel y los pequeños gestos de cada uno de los actores, eleva la película, porque las actuaciones de este filme son poderosas: intensas y contenidas. La angustia de Luisa, el fastidio de Ana, la perplejidad de Emilio ante las dos mujeres con las que vive. Y en menor medida, los conflictos de los demás participantes.

Y en todo este entramado de vínculos, hay un núcleo incandescente que es el antagonismo entre Luisa y su suegra Meme, el alma mater familiar, que a la vez parece no reconocerla. Es que Luisa y Meme son Érica Rivas y Marilú Marini, un dúo de actrices despampanantes que se conoce hace tiempo y trabajó en distintos proyectos en colaboración. Se las vio por primera vez juntas en la película Las mujeres llegan tarde (2012), donde se flecharon. Rivas quedó tan impactada que comenzó a dirigir un documental sobre la gran diva de la escena, por el que tuvo que seguirla por París y Buenos Aires. En alguna de esas jornadas surgió la idea de un proyecto nuevo. Es así que el año pasado estrenaron la bellísima versión teatral de Matate, amor, de Ariana Harwicz , donde Rivas se puso bajo las ordenes de Marini. Es decir que delante o detrás de pantallas y arriba o debajo de los escenarios, estas actrices vienen rindiéndose homenaje. Un dúo en el que además hay una suerte de madrinazgo, el lazo de un linaje de actrices, inspiradas, intensas, delirantes y dramáticas. Quién sabe cuántos objetos hermosos más nos puedan dar. 

A medida que avanza el fin de semana, en Los sonámbulos la tensión crece. No solo los chispazos entre Luisa y Meme. Los sonidos de moscas sobre la comida, un bebé que llora en medio de la noche, anuncian un inminente desenlace. La noche que los adolescentes de la familia duermen a cielo abierto, Meme deambula sonámbula en camisón vaporoso con los ojos fijos en la ventana. Y Luisa, directamente, no duerme. La directora construye la angustiante incertidumbre de una madre a través de pequeños signos que auguran una tragedia. Y en el final se vuelve al principio. El desenlace del filme es visualmente similar a las ominosas y tétricas imágenes inaugurales. Pero esta vez en el bosque nocturno, recortado por las linternas. Los sonámbulos coquetea con el terror sin abandonar nunca el realismo. Ni falta que hace se sabe que en las familias se esconden los secretos más oscuros. Y que el sonambulismo tiende a ser hereditario. Los personajes quedan donde la noche despliega su manto, desamparados.

 

Los sonámbulos estrena el 21 de noviembre.