La leyenda de Stephen King (Portland, 1942) como Rey del Terror y refundador del género --al igual que la del Arthur erigiendo Camelot-- empieza muy temprano y de muy joven. Y --como corresponde-- no le faltan rasgos dramáticos: padre que desaparece, madre que se convierte en fuerza de la naturaleza, y el pequeño Stephen evadiéndose por entre las sombras de las ficciones de lo sobrenatural. "Desde muy niño, siempre quise que me asustaran", recordaría en sus memorias.

Hasta que un buen día se dijo eso de "Yo podría hacer eso". Es decir: el asustado comprendió que había llegado el momento de asustar. Y lo hizo haciendo uso de un don con el que pocos cuentan. Y --desde sus primeras páginas-- King ya contó con eso de "Dejad que los niños se acerquen a mí". Y los niños se acercaron y siguen acercándose y de ahí que tal vez King sea --junto con Dickens-- el más grande y constante paladín de las criaturas en problemas. King es, sí, el Gran Rey de los Chicos.

"Cuando somos niños pensamos diferente. Pensamos en ángulos en lugar de pensar en línea recta... La más esencial y definitoria característica de la infancia no pasa por la nada esforzada capacidad para fundir los sueños con la realidad sino por la alienación y por el sentirse tan solo. No existen palabras para describir las oscuras exhalaciones y los bruscos giros que emitimos y damos durante la infancia. Un niño inteligente no demora en comprenderlo y no puede sino rendirse y calcular sus inevitables consecuencias. Y un niño que calcula esas consecuencias ya no es un niño", recordará King.

De ahí, de nuevo, por suerte, El instituto --su novela número 61 o por ahí-- abriendo sus puertas a terrores universales pero, también, volviendo a iluminar aulas donde King ya dio clase de Mutación Paranormal 101. Materias bien rendidas como Carrie, El resplandor, Ojos de fuego, La zona muerta, It, Desesperación, Los reguladores, El cazador de sueños y Doctor Sueño a la vez que parece ajustar cuentas no sólo con evidentes imitaciones como Stranger Things (El instituto ya está siendo convertida a serie de t.v. con guión del propio King) sino, también, con unos Estados Unidos a los que ha desunido un tal Donald Trump y donde se van acumulando X-Files (y por ahí anda ese ominoso "Hombre Ceceante" al que todos temen llamar por teléfono rojo). Así, adultos muy pero muy malos y secuestradores de chicos con poderes (el "niño inteligente" protagónico aquí es Luke Ellis, doce años de edad, con una leve telequinesis pero, también, con un alto coeficiente intelectual; pero el pequeño y encantador y súper-poderoso Avery "Avester" Dixon no se queda atrás). Y Mrs. Sigsby --la fanatizada burócrata cum laude y jefa de esta poco ortodoxa guardería, rostro visible de una invisible sucursal de empresa privada, con ramificaciones mundiales y orígen en el Tercer Reich, escondida en los bosques de Maine, alguien mucho menos amable que el Profesor Charles Xavier de X-Men-- insiste en que deben verse y sentirse como "héroes norteamericanos". O algo así. Pero en realidad su función no es otra que la de predictores de posibles peligros para el país y sus prohombres así como de asesinos "drones psíquicos" (a propósito: uno de sus blancos es "un poeta argentino al que obligaron a beber lejía") en arriesgadas y desgastantes misiones mentales con muy pocas posibilidades de volver a la base de la que han despegado. Su misión, se supone, es la de mantener el precario equilibrio emocional y geopolítico de un planeta con tendencias autodestructivas y es ahí donde reside el gran acierto ético-ideológico de la novela: qué son unos pocos niños si se los equipara a la raza humana y la respuesta de King --humanista del terror-- es que son mucho, demasiado. (Y entre paréntesis: aquellos que aún no conozcan o que todavía nieguen la excelencia de King como narrador, aquí están las páginas y más páginas detallando las claustrofóbicas y angustiantes rutinas del Instituto que se leen sin pausa y se devoran sin interrupción.) Pronto, Luke comprende que debe huir de ahí a toda costa y --como un moderno Huck río abajo-- llega al pueblo de DuPray, en Carolina del Sur. Típico territorio King habitado por gente amable --entre ellos el curtido y caído en desgracia ex policía Tim Jamieson que, seguro, se llevaría muy bien con el Bill Hodges de Mr. Mercedes-- que no sospecha lo que se le viene encima. El lector, en cambio, lo sabe a la perfección: otro de esos cataclísmicos duelos finales a los que nos tiene acostumbrado King aunque aquí más regocijante que de costumbre porque tiene que ver con pequeños vengándose a lo grande. Porque El instituto --más allá de alguna sorpresa bien ubicada y hasta un guiño a Los hermanos Karamazov-- se vislumbra como déjà vu pero no por eso deja de sonar a disfrutable greatest hits de Stephen King. Algo que no alcanza las alturas de sus más recientes éxitos como las magníficas e imprevisibles Revival o El visitante; pero que tampoco se precipita a los abismos de cercanos actos más que fallidos como Bellas durmientes (junto a su hijo Owen King) y la demasiado leve y sensiblera Elevación (a editarse entre nosotros el mes que viene).

El principal objetivo de El instituto (en un año en el que han vuelto Pennywise y Creepshow, se estrena Doctor Sueño y una nueva temporada de Castle Rock y, en Netflix, la adaptación de In the Tall Grass escrita con su otro hijo Joe Hill; mientras para 2020 suman la esperada The Stand y El visitante y múltiples proyectos en desarrollo) parece ser el recordar de no olvidarse que esa institución de apellido King --con dinero y con aún más dinero-- sigue siendo el rey.