LOS SONÁMBULOS 7 PUNTOS

Argentina, 2019

Dirección y guion: Paula Hernández

Fotografía: Iván Gierasinchuk

Duración: 107 minutos

Intérpretes: Ornella D’Elia, Erica Rivas, Luis Ziembrowski, Daniel Hendler, Rafael Federman, Valeria Lois, Marilú Marini.


Opus 4 de Paula Hernández (realizadora de Herencia, Lluvia y Un amor), Los sonámbulos podría transcurrir, mutatis mutandi, en cualquier época y lugar. De hecho, hasta que la enfermedad estalla parece una de esas películas como Un día de campo (Jean Renoir, 1946) o Un domingo en la campiña (B. Tavernier, 1984), donde todo parece transcurrir en un eterno, plácido y perfecto día de sol al aire libre. Sin embargo, el estallido obedece a un tema que aunque sea arcaico la contemporaneidad vigila con alarma, y por el momento no puede ni aproximarse a erradicar. Un tema estrechamente relacionado con las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Un tema que pone patas arriba la apariencia de civilidad que viste las relaciones familiares, la charla amena, los juegos de mesa que la familia protagónica practica. Un tema que amenaza con barrer para siempre con todo eso y no dejar nada en pie. Que es lo que posiblemente suceda, después de que la película termine.

El sonambulismo suele ser hereditario. De allí el título de la película, así en plural, aunque hasta determinado momento la historia presente una única sonámbula. Se trata de Ana (Ornella D’Elía), hija adolescente de Luisa (Erica Rivas) y Emilio (Luis Ziembrowski), a quien en la primera escena su madre busca por toda la casa en medio de la noche, preocupada por su desaparición, hasta hallarla en el baño y llevarla de vuelta a la cama. Ana está en esa edad en la que su existencia se define todavía en relación con la de sus padres. Esa sumisión empieza a molestarle. Va con ellos a pasar el Año Nuevo en la amplia casa-quinta de Memé, la abuela materna (Marilú Marini), en compañía de tíos y primos, todos ellos por parte de padre: Sergio (Daniel Hendler) y sus tres hijos varones, e Inés (Valeria Lois) y su bebé de meses.

La dueña de casa es una anfitriona entusiasta, aunque no parezca hacerle a su nuera el lugar que, se supone, merece. Como si fuera la nueva escaramuza de una guerra sorda, Luisa deja ver alguna rispidez hacia ella. El lugar, el espacio, son, literalmente, un problema. Memé destinó a Emilio y los suyos una habitación en la que tienen que tener cuidado para no chocarse. Asoma alguna grieta familiar: Memé está decidida a vender la casa, aunque sus hijos no se muestren de acuerdo. Emilio se ofrece a administrarla, Sergio está en otra cosa. En pasarla bien, en principio, disfrutando como disfrutan los hijos favoritos, mientras su hermano parece siempre un poco en el borde de la foto. En pleno proceso de separación, Inés es, a su turno, la típica madre primeriza a quien el amamantamiento y la crianza ponen al borde de la crisis nerviosa. En un momento se les suma Alejo (Rafael Federman, protagonista de Dos disparos), hijo mayor de Sergio, adolescente que derrocha seguridad en sí mismo y a quien Ana observa con un interés que intenta disimular a toda costa.

Con guion escrito por la propia Hernández, Los sonámbulos pasa de la calma, la tensión apagada, al estallido físico violento y, por un momento, generalizado. Filmada con planos apretados, asfixiantes, la cuarta película de Paula Hernández es como una versión “en bruto” de esos “juegos de la verdad” que el cine heredó del teatro en los 60 y 70. Es muy acertado que la enfermedad familiar se vea emblematizada por una tan misteriosa, de la que se sabe tan poco, como el sonambulismo. Proyectada en los festivales de San Sebastián y Mar del Plata, Los sonámbulos es algo así como una película coral con protagonista. La protagonista --porque ella es, más que nadie, la sonámbula a la que el título alude, y es el catalizador de la implosión familiar-- es Ana, a quien Ornella D’Elia parece entender hasta en sus más mínimos gestos. Con una naturalidad de bajo perfil, muy propia de sus compañerxs de generación, la interpretación de D’Elia es, se diría, absoluta. Viéndola se siente que es imposible hacerlo mejor, y el contraste entre su mínimo estilo actoral y el de Marilú Marini (llamativo, florido y colorido) no es uno de los menores deleites que proporciona Los sonámbulos.