Pocos videojuegos han conectado tan transversalmente con el espíritu pop de su época como RAD, el todavía flamante roguelike de acción de Double Fine. Tal vez sin quererlo y hasta sin notarlo, el más reciente título de la productora de Tim Schafer (Monkey Island, Grim Fandango, Broken Age) reúne nociones de transhumanismo, una denuncia por el cambio climático, música synth pop y otro capítulo para el fetiche post-apocalíptico (en este caso por partida doble), y mezcla todo con Stranger Things, el vaporwave, guitarras mágicas y el protagonismo juvenil y adolescente de las series y sagas de moda. Y todo por solo $179 en Steam .

 

RAD es una ensalada hermosa, isométrica y en 3D que –claro que sí– tiene al personaje a cargo de salvar el mundo, deshacerse de bichos, destrabar portales antiguos, absorver radiación y mutar, a lo largo, a lo ancho y en lo profundo de niveles que se generan de nuevo cada vez. Tiene casi todo lo que está bien en un roguelike: o sea aleatoriedad, velocidad y sensación de personalización y evolución. Acá literalmente porque el chiste es que cada bicho que matamos llena una barra de progresión que nos premia con mutaciones aleatorias: algunas son modificaciones permanentes para el personaje y otras agregados o prótesis animales como cabezas de cobra, patas arácnidas, la habilidad de poner huevos-bombas de parásitos o la flotabilidad de unas alas de murciélago.

Entre asuntos de moda y otros demodé, el juego que distribuye Bandai Namco parte de una situación particular para solventar todas las características de este tipo de juegos. En RAD el mundo ya tuvo su fin dos veces y el elder del pueblo (que es como sería Darth Vader si fuera un NPC de los nuevos Fallout) nos encomienda salir al yermo a combatir esa fauna grotesca, encontrar tótems que nos den acceso a laberínticas mazmorras, reestablecer el bienestar ecológico y llenarnos hasta el tope de rads. Hay ocho tipos de pendejes para encarnar: de pibas en plan Dora la Exploradora a niños rata con cresta mohicana, todes en un voluntariado teen ecológico que revuelve nerds con punks. La pinta de todo está entre Borderlands, el imaginario del metal de los '80, y un casting y escenografía que de a ratos lo hace ver como un arcade basado en Stranger Things.

 

Como juego casual, RAD es entretenido y desafiante, aunque se agota muy rápido –todo bien igual: sale tres dólares–. La jugabilidad es la habitual (saltar y golpear, poderes especiales, pasadizos, recompensas) y aunque parezca un cruce de Stranger Things con Mad Max y League of Legends, la indentidad de su universo tiene fuerza propia. Lo más interesante que tiene el juego es la frescura que las mutaciones azarosas le dan a las partidas, esa estridencia propia de su concepto gráfico y una música que acompaña la intensidad sin molestar. En realidad lo más interesante tal vez sea todo ese montón de nociones filosóficas y de cruces con los debates de hoy, pero lo más probable es que el equipo de producción ni se haya dado cuenta de eso.

Lo más arraigado de la condición humana, expone RAD, no es la maldad, la búsqueda de la verdad o la pulsión erótica. La verdadera condición humana es la lucha por la supervivencia y allá van estes pendejes, a hacer pervivir la civilización por tercera vez. En RAD la memoria automática no es un valor porque lo que vale es la inventiva, el uso del entorno a favor de un plan que siempre se está escribiendo al instante. Incluso ante la escasa IA de los enemigos, el firulete y la gambeta se ven recompensados en un gesto new age: la hierba verde y las flores brotan por donde pasa el protagonista. Parece un juego diseñado a partir de tendencias en redes sociales y focus group, pero tiene la gracia, el nivel de diseño y los vericuetos típicos de Double Fine. Y de un doble apocalipsis, más vale.