Lo simbólico no es poca cosa. Se lo suele señalar como algo que viene posteriormente o en todo caso adherido subsidiariamente a lo concreto, generalmente menos importante que lo material. Se trata de herencias político-filosóficas, que privilegiaban en sus análisis la base económica, que van perdiendo peso en las consideraciones actuales. Ya hemos aprendido, a veces dolorosamente que es un error minimizar las narrativas y los relatos.
Pero no nos vayamos de mambo. Porque también, a veces creemos que se puede imaginar o inventar cualquier cosa, sea cual fuera la historia fáctica que, de algún modo, la sustenta. Lo cierto es que el impacto de algo simbólico no sigue una receta lineal. No hace falta que el relato sea verdadero, sino verosímil. En verdad, no sabemos bien que resortes humanos tocan algunas narrativas que performan la “realidad”.
Creo que leí El Eternauta por primera vez en el 84, cuando se reeditó post dictadura. A no ser que se haya reeditado un par de años antes, cosa que dudo. Posteriormente al visionado de la serie, lo hice por tercera vez. También he leído todo lo que se ha publicado al respecto como todo argentino que se precie de estar al tanto del devenir cultural y político. Quizás a esta altura ya no tenga nada original que decir. Pero ahí va.
La adaptación al tiempo actual, el cruce con Malvinas, la disminución del peso militar que tenía la historieta original, el hecho de que el inicio de la resistencia esté dado por los “condenados de la tierra” refugiados en terrenos de lo divino -donde se ve la primera muestra de solidaridad humana aunque luego el templo arda en llamas en una acción sacrificial-, la distensión placentera y explícitamente consumista del shopping que se encamina al horror de alguien cooptado a través del alcohol y los indetectables -a diferencia de la historieta- hombres lobotomizados -mucho más tempranamente que en el relato original y casi, como pareciera serlo la propia hija de Salvo que ahora se llama Clarita y no Martita, nombre que ya nadie usa-, son hallazgos que espesan y brindan matices para problematizar las subjetividades actuales. Aunque algunos diálogos y acciones aparezcan un tanto pueriles -más allá de los argentinismos que nos hacen sentir que estamos influyendo en el rumbo universal-, comparto lo que señaló su realizador audiovisual Bruno Stagnaro, acerca de que a la historia original se le fueron sumando muchas capas de sentido a través de las décadas.
Porque ya no se trata de una mera invasión alienígena en Buenos Aires -quizás nunca se trató de eso-, pero ¡cuántas y que espesas capas agregadas! Se ha alterado sustantivamente la mirada inicial, como también lo hizo el propio Oesterheld en una reedición con Alberto Breccia como dibujante que se publicó en los albores de los años 70, y ni hablar de la segunda parte donde Juan Salvo asume dolorosamente la cuestión del héroe colectivo, al afrontar el dilema ético de a quienes debe salvar ante la inevitable muerte que propone el invasor, para luego proseguir la lucha y su eterna búsqueda a través del espacio y del tiempo. El personaje toma una tremenda decisión que luego tendría una suerte de correlato en el horroroso campo de lo real. Aún recuerdo el impacto que me produjo su lectura hace tantos años, sin que conociera en ese momento el posterior destino del creador y sus cuatro jóvenes hijas.
Son injustas algunas críticas que se han escuchado sobre la serie. Los “viudos” de Oesterheld, los albaceas de las intenciones del autor quedaron irremediablemente influidos por las capas posteriores. Suele postularse que el personaje de la serie se desdibuja, como si Juan Salvo fuera un héroe establecido desde el primer cuadrito de la historieta. Pero eso no fue planteado por el guionista, recordemos que mata a otro sobreviviente tempranamente sin siquiera ver su cara. Porque si acaso pudiera saberse con claridad lo que significa ser un héroe colectivo -a pesar que el personaje original a cada rato dice estar solo preocupado por su esposa e hija, incluso cuando se le presenta al personaje del autor en la primera página-, es discutible su carácter de perfecto e impoluto héroe. Lo que verdaderamente ocurre es que el héroe se va construyendo de acuerdo a las circunstancias que le suceden. Lo colectivo se vislumbrará posteriormente, y depende preponderamente de aquella verdad peronista que postulaba que “la organización vence al tiempo”. Quizás la condición de lo colectivo solo se concreta cuando llega el anonimato de quien oficia de héroe -vaya paradoja-. Como los trescientos de las Termópilas, como los miles de compañeros que ofrendaron su vida durante la dictadura peleando contra los genocidas como lo hizo el propio Oesterheld y sus cuatro hijas, auténticos Juan y Juanas Salvo de carne, sangre y hueso.
“Somos hombres comunes en circunstancias extraordinarias”, dijo alguna vez Néstor Kirchner. Por esas casualidades -o no- fue vinculado con El Eternauta. Si mal no recuerdo, el símbolo emergió en el famoso acto del Luna Park apenas días antes de su fallecimiento, y luego se extendió profusamente. Debo confesar que inicialmente me agradó la comparación, pero hoy en día no me satisface. Porque contradice el mensaje, la posibilidad de su potencia desde sus propias entrañas. Poner el rostro de una persona concreta, justamente desarma la noción de lo colectivo que a mi entender podría traducirse en múltiples caras.
Cristina Fernández de Kirchner acuñó hace unos años una frase maravillosa: “La Patria es el otro”. Con minúscula, porque el Otro con mayúscula remite a Lacan, y ahí deberíamos entrar en otras consideraciones. El otro remite al sujeto y no necesariamente incluye la dimensión grupal, ni obviamente lo colectivo. Puede que el otro sea meramente un individuo, a la sombra del narcisismo actual.
Por estos días, a Juan Salvo todos le hacemos decir que nadie se salva solo. Pero la frase combinada con el sujeto que la enuncia esconde otra posible paradoja. Porque si solos no nos salvamos, podría pensarse que necesitamos a un héroe para poder ser salvados. La respuesta se orienta a que necesitaríamos muchos Salvos para que otros muchísimos sean salvados. Pero lo óptimo sería salvarnos sin necesitar a un héroe, y eso implicaría al menos que cada uno se convirtiera en Juan Salvo.
Quizás haya que ir un poco más allá del otro. Más allá de los liderazgos, más allá de las personas, más allá incluso de aquellos relatos a los cuales les es cómodo postular un héroe colectivo pero que no deja de ser “un” héroe individual, aunque se trate de un líder, sean Salvo, Néstor o la misma Cristina.
Quizás sea momento de postular que más que el otro, “la Patria es la comunidad”. Y que sería muy bueno que comprendamos que más que un héroe colectivo, en verdad se trata de que constituyamos de una vez por todas un colectivo heroico. A lo mejor, es lo que se está pariendo por estos días.